U.H. Integración Latinoamericana, febrero 21, 2014. |
Tuesday, February 25, 2014
Monday, February 17, 2014
Doxología egocéntrica
Llevo algo así como cuatro meses comprando de vez en cuando, dos o tres veces por semana, el diario El País. Necesito papel periódico para recoger las heces de Max y Lila y el papel con el que se imprime este diario es de mejor calidad que aquél con el que se imprimen otros diarios del mismo precio y tamaño, como La Jornada.
Alguna que otra de esas ocasiones en las que compro El País me siento a leerlo. La experiencia resultante es peculiar. Se trata de un diario en el que, al parecer, abundan más los escritores que los periodistas y reporteros. Sin importar cuál sea el tema de la nota, prácticamente todo lo reportado está escrito con un lenguaje literario, destinado más a entretener con la forma y menos a informar con el contenido.
Todo empeora cuando uno se pone a leer a sus columnistas o, mejor dicho, al ejército de escritores (no reporteros) que además de no saber (ni querer) reportar gustan de hablar de si mismos: Caparrós, Marías, Grandes, Savater, Krauze e incluso jóvenes tan jóvenes como Luiselli y Roncagliolo.
Supongo que es natural esperar que si un nivel, el del reportaje, se ve reducido a la narrativa que expresa la opinión personal de manera literaria, el otro nivel, el de quienes buscan afectar la opinión de los lectores, también se ve reducido a la narrativa que cuenta meramente lo que pasa en la vida ordinaria de dichos doxólogos.
Llevo cuatro meses confirmando que los doxólogos de El País tienen muchas opiniones, ninguna de las cuales buscan sustentar con algo más que adornos literarios (si acaso hay visos de una insipiente investigación en wikipedia) ni mucho menos defender con el fin de convencer al lector. No. La columna contemporánea se satisface con ser una ventana simple, sin razones, que toca siempre la vida personal del que escribe so pretexto de discutir un tema central como la penalización del aborto, el sexismo, el año Cortázar o cualquier otro. En realidad no importa el tema, siempre escriben sobre lo mismo: sí mismos.
Adiós a la doxología argumental. Bienvenida la doxología egocéntrica.
Alguna que otra de esas ocasiones en las que compro El País me siento a leerlo. La experiencia resultante es peculiar. Se trata de un diario en el que, al parecer, abundan más los escritores que los periodistas y reporteros. Sin importar cuál sea el tema de la nota, prácticamente todo lo reportado está escrito con un lenguaje literario, destinado más a entretener con la forma y menos a informar con el contenido.
Todo empeora cuando uno se pone a leer a sus columnistas o, mejor dicho, al ejército de escritores (no reporteros) que además de no saber (ni querer) reportar gustan de hablar de si mismos: Caparrós, Marías, Grandes, Savater, Krauze e incluso jóvenes tan jóvenes como Luiselli y Roncagliolo.
Supongo que es natural esperar que si un nivel, el del reportaje, se ve reducido a la narrativa que expresa la opinión personal de manera literaria, el otro nivel, el de quienes buscan afectar la opinión de los lectores, también se ve reducido a la narrativa que cuenta meramente lo que pasa en la vida ordinaria de dichos doxólogos.
Llevo cuatro meses confirmando que los doxólogos de El País tienen muchas opiniones, ninguna de las cuales buscan sustentar con algo más que adornos literarios (si acaso hay visos de una insipiente investigación en wikipedia) ni mucho menos defender con el fin de convencer al lector. No. La columna contemporánea se satisface con ser una ventana simple, sin razones, que toca siempre la vida personal del que escribe so pretexto de discutir un tema central como la penalización del aborto, el sexismo, el año Cortázar o cualquier otro. En realidad no importa el tema, siempre escriben sobre lo mismo: sí mismos.
Adiós a la doxología argumental. Bienvenida la doxología egocéntrica.
Tuesday, February 11, 2014
La vida olvida
Lo más difícil, lo más insípido, lo más incomprensible, lo más doloroso de la vida es su escasez de recuerdos. Para entender esto es necesario, ante todo, distinguir entre recuerdos y memorias. A la vida no le falta tanto la memoria como los recuerdos, la reflexión nostálgica de la memoria. Porque claro está que guarda, almacena, cuida, mantiene y protege información y eventos de los tipos más disímiles. Meadas de perro, helados derretidos, chicles mal mascados, restos de comida, de bebida, de desechos, de sexo, de vida, restos de personas y hasta restos de estupideces de personas, todo se puede encontrar grabado en una esquina, en un parque, en una calle, en una acera o en diez metros cuadrados de estulticia. Pero, eso sí, la vida misma que guarda con genuino recelo las huellas más directas de sí misma, no se molesta en lo más mínimo por pensar en lo que le ha pasado. No se dobla en dos para llorar por aquél perro que antes la meaba en esas esquina y que ahora ya ni la mira. Tampoco se pregunta por aquél idiota que se siguió de frente, o aquel otro inocente que pensó mucho, demasiado, cómo continuar degustando su helado napolitano. No. La vida es dura. No le importa, no le interesa, no tiene la menor motivación para preguntarse por todos aquellos que le han dejado huella de su andar. Tiene memoria. La mejor y más fidedigna. No tiene recuerdos, ni le interesa tenerlos.
De ahí que lo más difícil sea estar vivo y conservar un grado suficiente de capacidad nostálgica recordatoria. Uno pasa por la vida y su andar por ella, de tanto pensarlo, se convierte en el recuerdo mismo de la vida, como si el ser un ser humano consistiera en ser la capacidad misma de recordar la vida. Uno mira las meadas que dejaba el perro, los helados que tiró el inocente obsesivo, los restos de vida que dejó el idiota y se pregunta qué será de ellos. ¿Qué será del perro y qué del fanático del napolitano? ¿Seguirán vivos, meando y lamiendo helado napolitano? ¿Qué será de esa casa, ese muro, esa puerta, ese piso, ese árbol, ése baño? ¿Qué pensarán ellos? ¿Qué sentirán? ¿Sienten? ¿Piensan? ¿Mean? ¿Cogen? ¿Consumen? ¿Dudan?
Lo más díficil es aceptarse y regodearse de ser un nostálgico supino en una vida que se llena de si misma en sus memorias mientras se vacía de si misma en sus recuerdos. Lo más difícil es reconocer la lección: para vivir hace falta no recordar. Lo más difícil es reconocerse idiota ante una vida que sigue sin dudar. Tan difícil que rara vez se logra y, más bien, frecuentemente se cae en el error de fomentar la nostalgia, el recuerdo, la necia vuelta que no es sino regreso al (mal) trato de uno mismo, al dolor propio, a la necesidad de ser el centro de la vida, la vida misma de ser posible, para no dejar nunca más de recordarla.
Lo más difícil es aceptarse como algo pasajero. Con memoria. Sin recuerdo.
De ahí que lo más difícil sea estar vivo y conservar un grado suficiente de capacidad nostálgica recordatoria. Uno pasa por la vida y su andar por ella, de tanto pensarlo, se convierte en el recuerdo mismo de la vida, como si el ser un ser humano consistiera en ser la capacidad misma de recordar la vida. Uno mira las meadas que dejaba el perro, los helados que tiró el inocente obsesivo, los restos de vida que dejó el idiota y se pregunta qué será de ellos. ¿Qué será del perro y qué del fanático del napolitano? ¿Seguirán vivos, meando y lamiendo helado napolitano? ¿Qué será de esa casa, ese muro, esa puerta, ese piso, ese árbol, ése baño? ¿Qué pensarán ellos? ¿Qué sentirán? ¿Sienten? ¿Piensan? ¿Mean? ¿Cogen? ¿Consumen? ¿Dudan?
Lo más díficil es aceptarse y regodearse de ser un nostálgico supino en una vida que se llena de si misma en sus memorias mientras se vacía de si misma en sus recuerdos. Lo más difícil es reconocer la lección: para vivir hace falta no recordar. Lo más difícil es reconocerse idiota ante una vida que sigue sin dudar. Tan difícil que rara vez se logra y, más bien, frecuentemente se cae en el error de fomentar la nostalgia, el recuerdo, la necia vuelta que no es sino regreso al (mal) trato de uno mismo, al dolor propio, a la necesidad de ser el centro de la vida, la vida misma de ser posible, para no dejar nunca más de recordarla.
Lo más difícil es aceptarse como algo pasajero. Con memoria. Sin recuerdo.
Friday, February 07, 2014
Sospecha
Llevo algunos días pensando sobre temas diversos que no se dejan atrapar. Por un lado está la división tripartita freudiana entre un acceso consciente consciente, otro preconsciente y otro más subconsciente. Por otro lado están los hechos: hay memorias que por periodos largos dejamos de lado, recuerdos que por alguna razón simplemente no vuelven. Pero hay también las historias menos freudianas, las hipótesis secularizadas que nos hablan de módulos, información, especificidad, función y capacidad.
Me pregunto, me pregunté, me sigo preguntando, ¿qué tiene que pasar para que, sin mediar decisión reflexiva alguna, uno simplemente deje de recordar todo lo que paso, digamos, en su infancia, o en su adolescencia o con su familia? Más aún, ¿qué debe suceder, qué mecanismos, proceso, suceso de atención o lo que sea, se dispara para que de pronto esos recuerdo vuelvan a la menor provocación? Una hipótesis muy simple es una muy tradicional: hay procesamiento no voluntario de información. Defensas. Hay mecanismos de defensa y protección de uno mismo, esas reacciones viscerales incomprensibles que tienen por fin mantenernos no sólo vivos, sino grandes, robustos, contentos con el ego bien alimentado.
Llevo algunos días pensando cómo es que todo esto se relaciona con conductas peculiares, sobresalientes. Me pregunto, por ejemplo, qué pasa cuando uno insiste en multiplicar sus parejas íntimas ad infinitum (o ad nauseam). ¿Será que uno realmente puede inventarse una persona tal que se construya a partir de tres, diez, quince, veinticinco, cincuenta mil respuestas de amor y apreciación a uno mismo? ¿O acaso será que, por el contrario, uno busca no construir nada, ni siquiera poco, con nadie, repartiendo su atención en tres, diez, quince, veinticinco o cincuenta mil? ¿O será acaso que uno busca, como es normal en el humano, la atención de una sola persona, la cual no está, la cual no responde, la cual no busca, la cual se ausenta, esa sola persona que se sigue buscan entre tres, diez, quince, veinticinco otras personas igualmente ausentes? ¿Será que uno, algo en uno, un uno desconocido por uno, teme reconocer el abandono, la ausencia, la desatención del otro? ¿Será que ello, sin mediar reflexión, nos lleva a la protección más directa o a la venganza, al daño?
¿Qué será? Sospecho, pero habré de seguirlo pensando, que todo este juego del amor y el desamor, del ir y venir de la historia, se mueve sobre una base simple, mucho más simple de lo que uno podría creer: la simple función por satisfacer la historia personal autobiográfica (el yo de Freud) y engrandecerla buscando cualquier camino posible (hasta la contradicción misma) para evitar su daño o empequeñecimiento.
Sospecho.
Mientras tanto lo cierto es que sigue desgastando la angustia, la preocupación, el miedo. Lo cierto es que mientras no reconozcamos el mecanismo simple sobre el que nos construimos, seguiremos siendo animales profundamente cobardes y timoratos, rodeados por monstruos de nuestra propia creación.
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