Hace tiempo que no escribo. Ahora me detengo. Lo pienso. Lo debo. Hay cosas que debo confesar, reconocer. Estoy de vuelta en la ciudad. El lugar de mi pasado, lugar de mi infancia, lugar del recuerdo, lugar de ausencias. Todo está en su lugar. Las olas en el pavimento, las rocas fuera de lugar, la imprudencia al conducir, la contaminación. Todo. En su lugar.
Inevitablemente llega el vértigo. No todo está en su lugar. Mi casa ya no existe. La ocupan inquilinos lo suficientement insensibles para vivir ahí. Mi familia ya no está. Soy huérfano. Pero ahí sigue la ciudad. Siguen las personas del pasado como si andaran por ahí mismo, por el pasado; recordándome paso a paso, doblándome, quebrándome.
Estoy a punto de casarme con la persona que ilumina mis días, la pareja de mi vida, la única fuente de amor que me mantiene con vida. Y sufro. Lloro como un niño, ofuscado porque ha perdido de vista a sus padres a media plaza. No es temor. No es angustia. Es pena. Es dolor. Es rabia. Porque estoy solo. Porque partieron antes de todo. Al mero comienzo de la historia. Cuando todo era un preámbulo. Se fueron.
Siempre he pensado que los excesos se encuentran y que la fortuna no es la excepción. La demasiada buena suerte, como la demasiada mala suerte, sólo corresponde a las personas ilustres y distinguidas. (Aunque sea tan sólo por su suerte). No me considero ilustre ni distinguido. Por eso suelo creer que todo esto no me ha pasado a mí sino a alguien más. Estoy en busca de esa persona, para escupirla, para aplastarla y destruírla. Aquél ilustre malaventurado de quien no quiero saber más. Ese alguien más, el responsable. Ese alguien más, quien debe sufrir estas consecuencias tan perceptibles. Y no lo encuentro.
Y no lo encuentro.