Vuelvo al trabajo. Una vez más. Calculo seis horas de descanso a partir de la hora aproximada del sueño. Despertador a las cinco. Pasa el sueño, llega el despertador. Me ejercito. Me baño. Lavo platos y vasos. Hago el desayuno. Pronto serán las ocho. Para entonces estaré de salida. Llevaré la computadora en la espalda y un horario en la cabeza, con copia en la agenda. Al mediodía vendrán mis alumnos. Mañana entregan trabajos. Habrá que ayudarles. Como a eso de las siete cenamos juntos. Después vendrán los amigos. “Apocalypse Now” o alguna otra película. Siempre es así, todos los días. Es mi rutina.
Hoy, sin embargo, hacer todo esto me resultó muy distinto. Aún no llega la cena, faltan los besos y caricias de Cata, los amigos. Por lo demás, el día ha sido muy normal. De no ser por la pequeña diferencia que hace una creencia: y es que es terriblemente bella la rutina.
Me vuelvo a despertar. Me ejercito. Me baño. Antes de salir me pongo el sombrero. Los zapatos. Es tan rutinario que me permito adelantarme. Sé muy bien lo que voy a hacer. Pero no lo sé por decisión tanto como por predicción. Me he visto tantas veces ya lavar esos platos, levantarme del piso con manos y brazos, bañarme. Tantas veces me he visto ponerme el sombrero después de los zapatos y los zapatos después de que todo, absolutamente todo, está en orden. Tantas y tantas que me permito separarme. Me siento en el sillón de la contemplación mientras la rutina se cumple a sí misma. Se despierta. Se ejercita. Se baña. Lava platos, recoge papeles y se ajusta el sombrero. Me satisface ver cómo este personaje cumple el horario al pie de la letra.
Pero no sólo. También me satisfacen los colores, los sonidos, las texturas, el sabor de la rutina. Me fascina ver, oir, sentir y saborear todo aquello que no veo, no escucho, no siento ni saboreo. Recordar los desayunos con mi padre, todos los días, a las seis en punto. Sentado en la mesa de la cocina. Mientras veo los colores oscuros de una cocina mal iluminada, como a eso de las seis de la mañana. Escuchar las pisadas en la playa, que deja la fricción del sombrero con el cabello. Reconocer el olor de la camisa limpia, del cabello recién lavado, de la urgencia por llegar temprano a la escuela a media semana.
La rutina me saca de mi mismo. Me permite observarme, compararme, degustarme. Puedo comparar el sombrero de ayer con el de hoy, aunque sean uno y el mismo. Puedo distinguir el café americano de ayer con el de hoy, porque hay tres gotas más de crema y dos giros menos del agitador. Reconozco las nuevas grietas del pavimento, los cambios en la esquina y la ya retrazada llegada del otoño que las hojas se habría de llevar.
Escuchar al mar en cada día. Una vez más. Una vez más. No sé si de olas está echa la rutina o si de rutinas el mar. ¿Será que toda rutina es marea y que, por eso mismo, tan bello es el mar?