Seré menos categórico. Tomé el calentador y lo convertí en objeto, en volúmen o, más bien, en masa. No sé bien cómo funcionan los conceptos de los físicos. Sospecho que no corresponden del todo con los míos. Pero ese objeto blanco, con apéndice largo y flexible que según los conocedores entrega energía eléctrica al objeto en cuestión, ya no es un calentador. Tomé el cable y lo separé de la pared. Cuidadosamente levante un mueble oscuro de la sala, para recoger el cable sin peligro. Lentamente fui enrrollando el cable en torno a una ranura que sobresale del rostro de ese objeto blanco y amorfo. Lentamente el cable iba entregando su estatura. Lentamente el calentador iba perdiendo su función. Lentamente.
Ahora ocupa un lugar privilegiado en la ontología de mi habitación. En perfecta coordinación con otro objecto de volumen distinto y masa superior, que justo en frente se permite obstruir el paso de la puerta que resguarda la salida de emergencia, este objeto blanco, antes calentador y ahora masa, se permite estorbar el giro de la puerta que resguarda el umbral entre la sala y mis ideas, entre los demás y su reflejo. Y esa cosa que antes me protegió del frío, ahora me permite disfrutar el calor de una primavera lenta. Una primavera que me entrega bocanadas de aire y amor, un viento que echa a volar fotografías y papeles y que, de pronto, hace esta habitación mi casa y se vuelve Sandra, Consuelo y Eduardo. Fotografías vuelan por aquí y por allá. Y la sonrisa, extrañamente, sigue en mi rostro.
Esa masa amorfa. Una primavera que tardó mucho en venir. Pero que ha llegado, al fin. Y si lo dudan, pregunten a ese objeto blanco que me mira fijamente a mis espaldas. Lo tengo ahí, en primera plana, como testigo principal del cambio.
Miento. Terriblemente. Esa sonrisa, no se mantiene siempre en ese rostro. A menos, claro, de que las sonrisas determinen a los rostros. Entonces he de decir, que esas sonrisas se mantienen en algunos de mis rostros. ¿Y los demás? ¡Los demás son mayoría!