Me duele el brazo derecho. Aquél con el que descansaba Napoleón, con el que juran los mexicanos a su bandera y saludaban Göbels y Himmler al tercer Reich. No sólo. Me duele también el brazo opuesto a aquél con el que lanzaba tirabuzones el Toro de Echohuaquila, con el que señalaba al norte político Fidel Castro, y escribía sin cansancio (se cree) ese gran plagiario de Aristóteles llamado 'Tomás'. Me duele el brazo. Ahora.
Sé muy bien (sospecho) a qué se debe este dolor tan certero. Estoy perdiendo. Se van la energía, la tranquilidad y la distancia. Llevo más de dos días sin burlarme de mi intención de ser un filósofo y hace más de cuatro que no cambio sustancialmente la historia que, sobre mi, me cuento todos los días. Lo que significa que llevo casi cuatro días en un proceso de asfixia autoinfligida.
Lo que diera por ser plomero. Mi reino por la llave de perico, mi reino por un tubo.