Estudios recientes sobre el sueño me han llevado a un insomnio rampante. La ironía sobra. Esta desgraciaes inevitable. Confieso mi malestar para alertar a otros. Temo, sin embargo, que lo que estoy por escribir acabe con el sueño de los demás.
Este semestre decidí tomar vacaciones. Hace más de dieciseis semanas que no pongo un pie en seminario alguno de filosofía. He dedicado mi tiempo a estudiar el desarrollo cognitivo. Estas vacaciones han resultado difíciles de tragar.La decepción que la filosofía deja, más que desaparecer, se ha incrementado. Ahora sufro una decepción generalizada. No se tiene idea de qué cambio buscar y los caminos ya trazados no permiten dar paso alguno. Estamos estancados.
Pensaba todo esto mientras me acercaba escépticamente a un texto más sobre el desarrollo cognitivo. El día anterior lo pasé escribiendo un trabajo sobre mecanismos de cambio. El sueño me alcanzo antes de que pudiese siquiera leer el título. Eran las doce en punto y mi cabeza era incapaz de sostenerse a sí misma. Dispuse el despertador para celebrar las cinco a.m. del día siguiente. Comienzo de un lunes que presagiaba una semana inmisericorde. Eran las cinco y diez y yo pretendía abrir los ojos en grande para extraer alguna información. El proceso fue lento y doloroso. Los estudiosos describían el proceso de migración celular por medio de la extención en el citoesqueleto actínico en el borde de vanguardia. Se había experimentado con dos películas de células migratorias epiteliales. Los resultados mostraban que el cambio de una representación interna a otra dependía de la colocalización de dos redes de lamelipodio que, por otra parte, no eran sino cinemática, cinética, molecular y funcionalmente distintas redes de actina. Tan distintas ellas que mantenían una distancia no menor a uno y no mayor a tres micrómetros.
No se necesitaba ser un iniciado para reconocer las catastróficas implicaciones del estudio. Era el fin de la historia para el sueño tranquilo y el sueño reconstructor. No más certidumbre para la humanidad. Todo terminaba con aquél artículo de Science, volumen 305, que infamemente comenzaba en la página 1782. Año mismo en que Carlos III habría de recuperar Menorca de manos de los ingleses – tan sólo para perder Gibraltar más tarde – mientras Peter Hjelm descubría el molibdeno, de número atómico cuarenta y dos y de nombre ‘Mo’, metal único de transición y de gran renombre entre biólogos aristotélicos que gustan de reducir la vida a sus esencias metálicas. Todo, evidentemente, se debía a Molibdeno. Mo es el causante de este insomnio rampante que ahora, desde la sombra de las posibilidades patológicas más atroces, aqueja a la humanidad entera.
El hecho mismo de que Mo no tuviese nada que ver con el sueño resultaba inconveniente. La distancia de tres, no uno ni dos, micrómetros generaba un margen de desconexión descomunal. Cuando el reloj marcaba las cinco cuarenta y cinco, número que, no por casualidad, marcaría la conversión del reino visigodo de Iberia al imperio hispano, hazaña que habría de catalizar las intenciones hispanizantes del imperio, metas que, mil quinientos años más tarde (aproximadamente), habrían de encargarse de que yo, ahora, en este mismo instante, escribiese esta terrible confesión en clave castellana, a esa hora, o un poco más tarde, descubrí la terrible conclusión del artículo de Science.
Conclusión que, como advertí, explotaba el descubrimiento de una distancia de tres micrómetros entre distintas redes de actina lamelipódica para concluir, de manera irrefutable, que cada individuo que logra despertar al día siguiente lo hace, si acaso, de manera inexplicable. Despertar y abrir los ojos es, en pocas palabras, un milagro. La gran distancia de tres micrómetros obliga al cerebro a iniciar un proceso autosustentable e infinito de retroalimentación en el que ambas redes actínicas se afectan así par afectar a la otra. En algún momento, y por razones desconocidas, el proceso es terminado abruptamente y a la par. Si una de ambas redes actínicas quedáse encendida las concecuencias serían lamentables. El proceso de cambio y representación interna se aceleraría de manera exponencial llevando al cerebro a un sobrejercicio de sus funciones a tal velocidad que, en no más de diez minutos, acabaría por derretir la materia gris misma.
Escribo estas líneas a las nueve treinta y tres por la mañana. Fecha en la que, ni por asómo, hay evento alguno digno de mencionar. Catalina sigue profundamente encapsulada en el proceso actínico. Temo por ella. Hace más de diez horas que cayó a los brazos de Morfeo. Que aunque no es Mo, seguramente algo tendrá que ver con el Molibdeno. Ha perdido ya su clase de italiano avanzado. Pronto pasaran los seminarios de Rebelión y Musicología y aún así no podré despertarla. Temo que, al hacerlo, una grave incomunicación suceda entre las redes actínicas de manera que los tres micrómetros resulten insalvables. Espero, con gran temor y profunda ansiedad, el momento en que, mágicamente, abra los ojos y comience hablar.
Nunca más podré volver a conciliar el sueño.