Como los gritos, las malas noticias se cocinan de manera exprés. No se requiere demasiado, de hecho, se exige poco para ser mala noticia; basta con un dato, una línea, una sugerencia, un giro, un silencio, cualquier cosa aislada que sea o bien novedosa o bien pase por serlo. Las malas noticias no se dan el tiempo de recopilar un poco más de información, otro guiño, un giro más, algo de contexto quizás. Las malas noticias no se preguntan, jamás, el por qué de la noticia. Obviamente tampoco ofrecen la respuesta. No le dan al lector o escucha razón alguna para darse él mismo el tiempo suficiente de pensar la noticia, de preguntarse el por qué del grito noticioso. Las malas noticias no están hechas para ser cuestionadas, sino aceptadas y digeridas de manera inmediata. Son más inmediatas que el alimento para infantes.
Las malas noticias están por todos lados, cubren todos los temas (incluso algunos que, incomprensiblemente, se vuelven temas). Las malas noticias provienen de todos los frentes y atacan todas las posturas. No respetan ideologías, cosmovisiones ni religiones, menos aún las orientaciones políticas. Las malas noticias cruzan todos los mares y fronteras, afectan a todas las doctrinas y escuelas y no se dejan amedrentar por el nivel educativo o estatus social de sus consumidores.
Hay que cuidarse de las malas noticias. Por suerte es fácil identificarlas. No resisten la duda y al menor cuestionamiento se desmoronan. Ahora se me ocurre que es bueno pasar por el mundo dudando las más de las veces, todo por evitar gritar noticias inútiles, vacías, sin sustento. A menos, claro está, que uno busque explícitamente el aturdimiento, la distracción por la distracción misma. Pero en ese caso quizás convenga más que grite yo mismo cualquier cosa. Así, además de distraerme y aturdirme, me sentiré momentáneamente más ligero, quizás incluso encuentre algo de paz.
¡Aaaaaaaaaaaaarrrrrrrrrrrgggggghhh!