Thursday, December 03, 2015

Lenguaje

Cada vez me convenzo más de que lo más importante del lenguaje no es lo que decimos ni lo que esto significa, mucho menos lo es el valor de verdad asociado. Lo más importante es lo que está detrás de esas palabras. No me refiero a lo que callamos, sino a todo eso que acompaña nuestras palabras. Me refiero a las creencias no dichas que se explicitan al hablar, a los gestos, al tono, las miraddas, el momento, todo aquello que no es, estrictamente hablando, lingüístico.

Piglia tiene una manera clara de denotar aquello extralingüístico que da sustento al lenguaje:

"Hablar por teléfono y conectarse, entonces, con una voz sin cuerpo es un ejercicio muy interesante; al no ver los gestos y las expresiones del interlocutor, uno puede con toda tranquilidad tergiversar el sentido de lo que escucha. Lo mejor sería hablar frente a un espejo y ocuparse uno de hacer los gestos y asumir las expresiones que acompañan las palabras que escuchamos. Cuando hablo, en cambio, me siento lanzado hacia adelante y no sé nunca dónde voy a llegar; cuando, como recién, logro ser preciso y eficaz, tengo de inmediato una sensación de alegría, porque parece que el lenguaje hubiera funcionado a la perfección." Los Cuadernos de Emilio Renzi


Hay algo más que señala Piglia como si fuera trivial, pero no lo es. Se trata de la idea de que la mejor comunicación es la de un hablante consigo mismo. Esto se debe, aventura Piglia, a que uno sólo puede ver los esenciales gestos a través del espejos, sino que también puede percibir los estados internos, el sentido que se intenta comunicar, en todo lo que se dice.

Esta no es sino una confesión de internismo cartesiano. Piglia supone, junto con casi todo occidente que tiene a bien ser educado por Descartes, que las personas tienen un acceso privilegiado a sus propios estados internos, un acceso que los demás no tienen por no ser estados internos a ellos mismos. Esta presunción se ha falsificado una y mil veces. Ejemplos cotidianos que hablan en contra abundan y la exitosa historia del psicoanálisis y la psicoterapia, que a tantas personas ayuda a encontrar paz consigo mismos, lo demuestra.

Pero además de internismo, Piglia ofrece también una muestra de fundacionismo igualmente cartesiano. Pues sólo tiene sentido pensar que el mejor diálogo es el monólogo ante el espejo, en virtud de que la persona que escucha tiene acceso inmejorable al sentido de la persona que habla, si se asume que hay algo así como el sentido fijo de las palabras que usa la persona que habla. Sólo si creemos que hay un significado completo, plenamente determinado, que sirve como base a las palabras que usaremos, tiene sentido afirmar que quien habla sabe más o mejor que el que escucha sobre lo que se dice.

Pero, ¿qué pasará si el lenguaje no funciona de esta manera? ¿No podría ser que el hablante no tenga mejor acceso a sus estados internos, a sus intenciones, que el que escucha? ¿No podría ser, también, que no hay significados completos más allá de los que se determinan en cada conversación? Si la práctica lingüística es, como señala Lewis, el resultado de una convención de honestidad y confianza en un lenguaje como el español, entonces no hay lugar para una visión representacional del lenguaje. Sólo nos queda pensar en el lenguaje como herramienta de coordinación.