Las hay de todo tipo. Algunas groseras, otras sutiles. Algunas alarmantes, otras irrisorias. Pero todas cumplen la misma función, delatar. Las más insignificantes son las filosóficas, delatan una mala teoría o un mal razonamiento, nunca algo preocupante. A lo sumo las contradicciones filosóficas, como las de Kant sobre la libertad y la moralidad, o las de Descartes sobre el conocimiento, delatan deshonestidad teórica o autoengaño.
Las más interesantes son, sin duda, las de la vida ordinaria, las contradicciones morales o políticas en las que incurrimos habitualmente. Como cuando decimos que jamás permitiremos que B suceda, para acto seguido pasar a apoyar la causa de B. O cuando vilipendiamos a fulanito en su ausencia, pero almorzamos felizmente con él todos los días. Estas contradicciones son más atractivas, porque delantan faltas de carácter, de maduración personal y hasta ignorancia sobre uno mismo. Cuando uno se enfrenta a estas contradicciones encuentra la extraña posibilidad de dar un paso a lado y comenzar a ser alguien distinto. Ya sea porque se aleja uno de la fuente de la contradicción o porque descubre que en el fondo sólo está del lado de uno de los cuernos de la contradicción.
El espectáculo tragicómico que enarbola hoy día la política Argentina nos ofrece una de las contradicciones más atractivas. Los diputado de la oposición, como bloque, han decidido no asistir a la ceremonia de juramento del presidente electo cuyo mandato comienza el día de mañana. Sus razones son simples: la presidente saliente les "ordenó" no asistir. Contrario a lo que uno pensaría, ellos no representan a los votantes, sino a la presidente saliente. Así que no asistirán. Esta es una perla del fenómeno, pero la gran contradicción está en otra parte.
No es la primera vez que los diputados opositores se niegan a participar en la ceremonia de asunción de un presidente entrante. En México sucede casi cada seis años. Pero hay una gran, inmensa, diferencia. No es por defender a los diputados mexicanos, ellos son expertos en otro tipo de parafernalia tragicómica, pero es cierto que quienes se niegan a asistir lo hacen previo rechazo a las elecciones que dieron por electo al presidente rechazado. Es decir, para los diputados opositores faltistas mexicanos lo que los justifica es su opinión (personal o de bloque) de que las elecciones fueron fraudulentas.
Esto no sucede en la tragicomedia rioplatense. Acá los diputados opositores aceptan a pie juntillas los resultados de las elecciones democráticas que dieron por ganador, y fijaron como presidente electo, al presidente entrante cuya ceremonia de asunción deciden boicotear. No obstante, la presidenta saliente les ordenó ausentarse. Esta es la linda contradicción tragicómica de los diputados opositores de la Argentina. Aceptan, por un lado, que hubo elecciones democráticas legítimas y que el legítimo ganador es el presidente entrante quien jura el día de mañana. Rechazan, por otro lado, ser parte de la ceremonia de asunción democrática en el congreso cuya función principal es la de coronar el proceso que ellos mismos han reconocido como legítimo.
La contradicción es flagrante y lo que delata es jugoso. No se trata de un problema de carácter, ni de un mal razonamiento. Me atrevo a decir que tampoco hay deshonestidad ni autoengaño. Hay, eso sí, una oportunidad dorada para esos diputados de elegir madurar y girar, moverse. En el fondo, lo que esta contradicción delata es una muy clara concepción de la política argentina. Según su entender, la política es el poder y el poder es indivisible. No hay tres poderes, hay uno. La democracia no es más que un teatro, una puesta en escena, para ejercer con soltura el poder. Aceptar elecciones democráticas como legítimas es poco más que lanzar un aplauso en el segundo o tercer acto de una obra teatral. La política no es eso y el poder no está ahí. El poder es uno e indivisible, una propiedad pura e intrínseca que una sola persona tiene, por naturaleza, en aquel reino del sur. Esa persona es ni más ni menos que la presidente saliente, que no por salir pierde su propiedad esencial de ser la encarnación misma de lo político y del poder.
No sorprende que representen a la presidente por encima de cualquier cosa. Como tampoco sorprenderá que la gente que aprecia el "teatro" democrático se encargue de sacarlos de escena, tarde o temprano.