Hace cosa de unos meses intercambiaba mensajes con mi gran amigo Gabriel. La vida parecía complicarse, había mucho que pensar y hacer, pero sobre todo, mucho por decidir. En algún punto de la conversación preguntó cómo hacía yo para seguir ahí, haciendo y deshaciendo, con tan aparente facilidad. Mi respuesta fue natural e intuitiva, pero más inconsciente que reflexiva. Me tomó dos meses entenderla. En su momento le dije con la naturalidad de quien le explica a un amigo cómo andar en bicicleta o cómo tomar el metro de la Ciudad de México: "yo ya miro el tiempo desde arriba". Como dije, no entendí bien qué respondí. En ese mismo instante tampoco dimensioné lo oscura que había sido mi respuesta. Gabriel contestó con la correspondiente naturalidad: "A ver si luego me explicas cómo es eso de ver el tiempo desde arriba." Ahí entendí que no había entendido.
Me decidí entonces a escribir algo sobre el tema. ¿En qué consiste ver el tiempo desde arriba? ¿Cómo se logra? ¿Con desapego? ¿Meditación? ¿Respiraciones atentas y concienzudas? Durante dos meses no encontré respuesta alguna que mereciera la pena escribirla. Sólo venían a la mente ideas sumamente vagas acompañadas de metáforas, imágenes semi poéticas y recuerdos de lecciones budistas de mis años de estudiante. Nada útil, pues. Abandoné el tema, pero de tanto en tanto me volvía la frase a la cabeza. "¡Qué lindo suena!" me decía cada vez que la recordaba.
Meses después, hoy, para ser precisos, pude al fin entender lo que quise decirle a Gabriel. Como era de esperarse, lo entendí gastando mis últimos gramos de energía montado en la bicicleta. Debo decir que logré algo más que entenderlo, literalmente lo incorporé (aunque temo que no sea difícil de excorporar).
Alcanzaba ya la tercera cima del recorrido. Tenía que resistir un minuto más con esa misma cadencia y potencia. No podía más. Miré por enésima ocasión el cronómetro, quedaban tres segundos. No quité los ojos del cronómetro que parecía saberse observado, porque esos últimos segundos fueron los más largos que he visto en mi vida. Cincuenta y ocho (no puedo más, sigue en cincuenta y ocho), Cincuenta y (exhalo) ocho (pero qué lentitud, joder), cin... (¿pero cuándo va a terminar esto?) cuenta y... (ya por favor) nueve... En algún momento posterior terminó el minuto. La lentitud del cronómetro era pasmosamente perceptible.
Como la mayoría de los humanos, creo (¿creía?) en la realidad del tiempo como algo independiente de mi experiencia. Así que naturalmente se me ocurrió un pensamiento exclamativo "¡Qué lento que pasa el tiempo cuando lo que más quieres es que se acabe!" El pensamiento venía acompañado de su análogo natural "¡Seguramente pasa veloz cuando lo que más quieres es que perdure, que se aletarge!" La explicación consecuente fue bastante predecible. "La experiencia del tiempo varía dependiendo de nuestras metas", pensé, muy convencido de mis ideas.
Todo iba bien hasta que se me ocurrió pensar en un ejemplo ilustrativo. "Seguramente" me dije, también en un tono muy autoconvencido, "si estuviese haciendo este mismo ejercicio con la meta no de concluir un cierto tiempo sino de alcanzar una distancia en menor tiempo, todo sería a la inversa. Seguramente para Nairo los segundos (¿minutos? veremos) que tarde en recorrer el último kilómetro del Alp D'Huez se irán volando." Pero si el ejemplo era convincente había dos explicaciones alternativas. O bien nuestra experiencia del tiempo depende de nuestras acciones y metas, o bien el tiempo mismo es dependiente de nuestras acciones y metas.
Ahí fue donde todo se fue al traste (o a la gloria) y alcancé la iluminación (o la oscuridad total). No sé por qué razón, pero lo único que se me ocurrió pensar, al imaginar a Nairo desesperado por lo rápido que se va el tiempo mientras escala los alpes en su bicicleta, lo único que me pasó por la frente fue eso, que el tiempo no tiene una realidad independiente de nuestra acciones, que la tela de la que está hecho el tiempo no es el espacio, ni los protones, ni las partículas subatómicas, sino nuestras acciones. Lo que siguió fue una lista de ocurrencias, unas más interesantes que otras, que a continuación transcribo sin ningún orden en particular:
- Si el tiempo está hecho de metas y acciones, entre más metas, menos tiempo.
- Para toda acción singular hay una infinidad de tiempo disponible.
- No existe tal cosa como no tener tiempo, sino sólo ese asfixiante terreno de querer hacer mucho (¿todo?) al momento.
- No hay nada más tranquilizador que hacer algo, sólo algo, un algo, un uno algo, sin pensar en tener que hacer algo más, un dos algo, que comúnmente comenzamos a hacer sin haber terminado el anterior.
- La clave para tener tiempo infinito y tranquilidad plena está en adiestrarnos para pensar en hacer sólo una cosa, esa cosa que estamos haciendo mientras estamos pensando qué hacer.
Y así seguí elucubrando, seguramente facilitado por la falta de oxígeno que me habían dejado más de treinta minutos de pedalear con una cadencia de 80 y 200 watts de promedio. Hasta que llegué a la ocurrencia que me empujó a escribir estas líneas:
- Cuando uno deja de mirar al tiempo como sustancia que se mueve, que viene y se va, y comienza a verlo como un espacio hecho de metas y acciones, entonces uno comienza a ver el tiempo desde arriba.
El tiempo lo hacemos, juntos y por separado, para poder actuar. Pero es un arma de doble filo. Paraliza cuando lo usamos de más, generalmente para hacer de más.