Hoy hice mi última llamada. El teléfono sonó una, dos, más veces. Siguió sonando. Siete, ocho, nueve.
Esperé seis años, seis meses y diecinueve días. Guardaba secretamente la inútil esperanza. ¡Después de tanto tiempo! ¿Acaso no era suficiente? ¿No podría haber contestado alguien? ¿Algo? ¿Una voz? ¿Un lamento? ¿Un hasta luego? ¿Un ya basta? ¿Un hasta aquí?
En eso consiste morir.
Hoy hice mi última llamada con el deseo de recibir el ansiado límite, la negación explícita, la muestra sensible de que todo, al fin, había terminado. Sonó el teléfono. Once, doce, trece...
Para descubrir que hay límites tan infranqueables que no bastan los días ni las noches, las líneas, los sonidos ni las rocas, para demarcarlos. Son límites que requieren lo infinito para asentarse. Límites que se ausentan aquí y allá para estar en todas partes. Agazapado en el silencio de un teléfono que no para de sonar, el límite asegura su omnipresencia.
En eso consiste la muerte.
Hoy hice mi última llamada. Nadie, nunca más, contestará ese teléfono. Por siempre sonará en silencio. Cien, mil, un millar...
Para confirmar que la gente no renace de sus cenizas; que los accidentes se llevan vidas, llamadas, rutinas, casas...
Que las despedidas que no se dieron nunca se darán. No mañana, el próximo mes ni seis años después. Nunca.
En eso consiste la muerte. En eso consiste morir.
No volveré a hacer esa llamada. Hace seis años, seis meses y decienueve días que ya no hay nadie en casa.
Al fin, han muerto.