Hoy vino Moisés a casa. Vino Moisés a contar historias. Sobre la teoría ideal. Sobre el trabajo. Sobre la filosofía. Sobre el dinero. Sobre la epilepsia. Sobre la historia. Las historias. Me contó, y sostuvo vehementemente, que hay (la ha visto) una amplia y clara distinción entre contar y contar. Es decir, entre relatar y hacer ficción. La primera “se cuelga de los hechos mismos sin formar sus personajes.” La segunda “parece más completa, más redonda.” No entendí la historia sobre contar y contar. Pero entre historia y relato sentía pasar el tiempo. El tiempo real. Ese tiempo simple, insípido, sin mayor pretensión. Ese que no se va porque nunca estuvo. Ese que no deja huella ni emoción.
Hoy descubro que hace diez meses llegué a esta ciudad que abandoné hace seis años ya. Me he contado historias. Muchas. Todas con el fin de acomodar mi vida en este sitio. Todas igual que las demás historias que hace años me conté para estar bien allá, acá y donde más fuera. De mis treinta años llevo quizás veintiocho, seguros veinticinco, contándome historias para andar. Historias para caminar. Historias para sonreír, para descansar, para correr, para trabajar. Hace quince aproximadamente me cansé de esas historias. ¿Por qué así? Preguntaba. ¿De dónde ese afán por tomarnos el pelo, contínuamente, sin descanso?
Diez meses aquí. Quince años más tarde. Sigo sentado, solo, escribiendo esta historia recurrente que busco cuando no encuentro otra para correr, para pensar, para dormitar. Y así, entre relato y ficción, descubro lentamente la gran verdad que hay detrás del silencio y la oscuridad: la realidad misma que no exige historias, que pide cancelar toda representación.
Descubro lentamente que la felicidad, de haberla, está ahí. Allá. Lejos. Fuera de toda historia, de todo relato y toda ficción.
“Estoy sentado. En silencio. Tecleo. Escribo. Seña por dedo. Por percusión. Estoy triste. Tal vez lo soy. Me duele verme así. Me molesta.”
No bien empiezo a relatarme, me pierdo. Preso de mi propia imaginación que me obliga a desatenderme para lograr imaginarme a la perfección más ingenua. No bien empiezo a relatarme, dejo de ser lo que soy para comenzar a no ser lo que escribo. Habría que guardar silencio y meramente observar el intercambio molecular que lo rige todo sin excepción. Guardar silencio para dejar de relatar. Dejar de fingir.
Descubro que la felicidad no es una historia, ni todas. Nada de eso. No es una propiedad del relato, ni de la ficción, ni del contar por contar. La felicidad se asoma cuando uno deja sus historias de lado. Nada misterioso hay en ella. Nada más allá del hecho simple, perfecto y contundente de no encontrarse imaginando cosas. El simple hecho de detenerse y ya. Es todo.
Hoy descubrí que dedicamos nuestra vida a nuestras historias. Quizás habría que comenzar a la inversa y dedicar, como es debido, la ficción a la vida y no, como suelo hacer desde hace años, la vida a la ficción. Suelo pervertir el orden y pensar que las historias son sobre la vida. Y la evidencia es rotunda. Hemos hecho de la vida una historia. Un recorte de periódico, una nota publicitaria, la noticia de la tarde. Una historia, dos historia, tres.
Me detengo, pues, a sonreír. Porque aquí nada sucede. Todo se cuenta. Se relata. Habría que guardar silencio para mostrar que uno vuelve para ver que no hay manera de volver jamás.
Comenzar un relato. Continuar una vida por encima de todas. Algún día, espero, alcanzaré el silencio. Para no contar más.