La ópera es uno de esas productos raros de la tradición occidental que no se sabe bien si aún se crea, como el arte contemporáneo, o si más bien se conserva, como objeto de curiosidad en museo de arqueología. Es fácil creer que la ópera son ambas cosas: algo que (rara vez) se crea (por pocos) y algo que (constantemente) se (pretende) conserva(r). He vivido muy poco la ópera, pero sospecho que algo hay de verdad en ésta idea. No porque piense que, a diferencia de la materia, la ópera se crea y se conserva, ni porque, como el arte, pase de uno al otro lado de Reforma, de Antropología al MAM. No. Pero casi. Creo, más bien, que hay dos actitudes contrastantes con respecto al canto escenificado. La ópera-ópera, con pretensiones conservadoras, y la ópera-representacional, con pretensiones plásticas.
Para muestra, un botón. En las últimas dos semanas hemos ido dos veces a la ópera de Paris (los boletos de pie son muy baratos). En ambas ocasiones nos enfrentamos a Verdi. No podían haber sido ejercicios más contrastantes. Primero, “Un baile de máscaras” con la estelar presentación de Ramón Vargas como Ricardo, Ludovic Tézier como Renato y Deborah Voigt como Amelia. Todos maravillosos cantantes. Por desgracias, todos, sin excepción, terribles, imposiblemente acartonados, insufriblemente robotizados, inimaginablemente patéticos en su actuación. La dirección de escena, a cargo de Gilbert de Flo, al igual que el vestuario de William Orlandi, fueron igualmente indeseables.
Sí, sí, todos cantan muy bien y sí, también les aplauden como hambreados, pero dan una vergüenza e inspiran un aburrimiento sin igual. La pretendida agonía de Ramón Vargas, al cerrar al fin la ópera, una vez más, con la muerte del protagonista, cierra con broche ridículo la obra entera. Al señor lo han apuñalado en el vientre. Con mano izquierda sobre el vientre, mueve libremente la derecha para alzar el canto mientras las piernas le resisten un aria más, un aria más, antes de pretender desplomarse. Digo pretender no porque sea actuación sino porque, exagerando Platón, la representación de Ramón Vargas de un agonizante Ricardo estaba tres instancias más lejos del ser. No era un moribundo. Tampoco era una representación de un moribundo. Menos aún la representación de la representación de un moribundo. Era una desvergüenza de alguien que, aparentemente, no sabe cantar.
Esta puesta en escena es una gran instancia de la ópera-ópera. La función principal de la representación no es la de representar, por extraño que esto parezca, sino la de presumir la inaudita capacidad de lucir la voz, la persona de las divas del bel canto. La ópera-ópera no es, pues, un ejercicio de imaginación representacional, como uno tiende a suponer con respecto al arte en general. En su afán conservador, la ópera-ópera se limita a plantar un par de refrigeradores vocalmente superdotados en escena. Es insufrible!
Una semana después asistimos, una vez más, a Verdi. En esta ocasión nos enfrentamos a una puesta en escena de “Macbeth”, con Dimitris Tilliakos como Macbeth, Violetta Urmana como Lady Macbeth y Ferruccio Furlanetto como Banco. Dmitri Tcherniakov estuvo a cargo de escena y vestuario. Es una de las escenificaciones del canto más bellas que he visto hasta ahora. Dimitris Tilliakos, Violetta Urmana y Ferruccio Furlanetto, además de ser cantantes fuera de serie, eran dignos representantes del monismo teatral. Es decir, que sus palabras no ivan por un lado y su cuerpo por el otro. Que no pasaba, como con Vargas y compañía, que cantaban arias desesperadas, llenas de locura, mientras mantenían un porte ejemplar, lleno de ecuanimidad. Si se canta la locura, se vive la locura. Los tres cantantes principales vivían lo que cantaban, no se limitan a emitir sonidos que (como los que cantan ópera-ópera) sus cuerpos no parecen comprender. La puesta en escena era contemporánea, con un excelente uso de recursos audiovisuales, incluyendo un cuidadoso recurso a la animación en tercera dimensión.
El resultado fue un producto diametralmente opuesto al Verdi del Baile de Máscaras. La representación fue adaptada a un contexto más contemporáneo y, por lo tanto, más adecuado a las presuposiciones del público, logrando así una comunicación más plena con su auditorio y juez. Las circunstancias resultaban, por lo tanto, mucho más interesantes, menos predecibles, más atractivas. Mi reloj de pulsera jamás llamó mi atención. ¡No bostecé!
A esto es a lo que llamo ópera-representacional. Cuando el fin principal es el de escenificar, con el manejo más redondo de todo tipo de recurso artístico, la música, el texto sonoro, la poesía. El reto es complicado. Pocos lo logran y de éstos todos, no tengo duda, carecen de la conservadora idea de que en la ópera todo está subordinado al bel canto.
La ópera se dice de muchas maneras. Ojalá cada vez más se diga menos ópera y más representación, menos residuo arqueológico y más reto fantástico. De otra manera será imposible detener la tendencia actual que hace de la ópera la representación artística con mayor densidad de miembros de la tercera edad.