Comienzo a dudar mi pasado.
Hace unos días leí “A theory of conditionals” de Stalnaker y mientras entendía, al fin, el papel originario de los condicionales en la filosofía de los mundos posibles, mientras mi cabeza se rebosaba de ideas, explicaciones, conexiones e ilusiones, tuve que orinar. Lo mismo me pasó hace casi cuatro años, cuando por primera vez entendí la función, la utilidad, de los mundos posibles. Después de leer a Lewis y Stalnaker, mientras mi cabeza rebosaba en ideas, explicaciones y soluciones a todo tipo de problemas, tuve que orinar.
Hace unos días, sin embargo, sucedió algo distinto. Mientras recorría ese estrecho pasillo entre mi habitación y el baño, no logré imaginar ninguna solución extraordinaria al problema del escepticismo o al de la justificación de creencias. Muy por el contrario, sufrí un ataque de memoria. Recordé el momento preciso, por la mañana, en que entendí por primera vez los mundos posibles, hace casi cuatro años. Recordé aquellas ilusiones, aquellas imágenes, aquellos espejismos, mientras caminaba por aquel pasillo, en dirección al baño. Recordé lo fácil que es creer, imaginar resolver, soñar con soluciones. Para después aplastarlas.
No sé si sea resultado de la memoria, pero hace algunos días, mientras caminaba hacia el baño, entendí, por primera vez, por qué los mundos posibles no sirven para lo que pretenden servir. Por eso tantas ideas, tantas ilusiones, tanta libertad. Tenía ante mi, ahora, la tarea de reinventar mis historias. La plena libertad de reescribirme. La obligación de olvidar los mundos posibles. No sólo me di cuenta del papel central de los condicionales, también me di cuenta de que los mundos posibles no sirven para entender los condicionales. Se siente bien liberarse de un dogma.
Ayer, por alguna razón que no logro entender, abrí los ojos a las dos a.m. la hora en que el tren industrial a Detroit pasa por su penúltima estación en Ann Arbor. Hace casi seis meses que no escuchaba su gran silbato. Llamada de arribo. Llegó el tren y me llené de una profunda tristeza. Me retorcí. Aplasté mi rostro contra la almohada. Lloré. El arribo del tren no trajo a mi memoria aquél último tren de hace seis meses, sino el primer tren de hace casi cuatro años. Aquél tren que tomé en mi primer viaje de regreso a México, de visita a mis padres, mi hermana y mi novia. Aquél tren retrasado, estúpidamente retrasado, porque quería ahorrar. Aquél tren que tomé después de festividades, aquél tren que me llevó a Chicago por primera vez y que culminaría en la ciudad, en casa de mis padres, con mi familia. Recordé a mi madre, furiosa y feliz, por tenerme tan tarde, por tenerme al fin. Recordé aquél primer viaje, lleno de confusión y emociones, lleno de aprehensiones, de amor. ¿Cómo podré olvidar aquél viaje? ¿Cómo olvidar aquél tren familiar que cada día se retrasa más y más, más, sin límites?
Suelo dormir boca abajo. Tomo la almohada entre mis brazos, como para sostener mis sueños entre sus plumas. Desde hace años sé, porque me he convencido, que no puedo dormir de otra forma. El sueño no se concilia. Pero sé, también, que es un hábito de la infancia. Sé que solía dormir sobre el pecho amplio de mi padre, tomado de su cuello, con la cara sumida bajo su hombro, sin temor alguno, sin preocupación ni ansiedad, sin preguntas. Ayer quise volver a la almohada, después de tanta memoria. Pero la almohada se puso a llorar.
La memoria es traición. Me ha puesto desnudo, flexible, tranquilo, sin dudas, sin historias, de nuevo, ahí, en mi cuarto. Respiro con calma. Me siento ligero. Estoy a punto de reescribirme. Hay muchas historias por contar.