En esta parte del planeta se entiende a la revolución como la destrucción de una tradición. No cualquier destrucción, claro. La revolución febril tiene por fin voltear la tortilla. Poner arriba a los de abajo. Invertir los papeles. La revolución con dos de frente difiere. Su único interés es eliminar la estructura misma que hace posibles tales distingos. Que se acabe la masa y con ella las tortillas. Nunca más estar abajo ni arriba. Ni viceversa.
No cualquier tradición, por supuesto. Hay buenas y malas tradiciones. Se admite. De lo que se trata es de destruir las malas. Las que dan lugar a las sociedades tortilla. Esas que tienen a unos arriba y otros abajo.
Naturalmente, la revolución de esta parte del mundo es un producto del saber histórico. Eso que a los hegelianos mamones les da por llamar “autoconciencia”, pero que en el fondo no es más que estar medianamente informado sobre los alrededores. Incluyendo a uno mismo, por supuesto.
Así vista, la revolución termina por ser el mecanismo mediante el cual la sociedad tortilla atenta contra su masa con el fin de convertirse en yogurt natural o, ya de perddida, pan integral. Es, ilustrativamente, un grupo social con ciertos hábitos que termina por asquearse de sus hábitos, sin necesariamente haberlos comprendido. Su fin es, por siempre, eliminar. Un fin que, por otra parte, jamás ha alcanzado.
Y así, pian pianito, la revolución se ha convertido ella misma en una tradición. Con más de dos mil años de historia de la sociedad tortilla, que se ha vuelto pan integral y a veces tostada, lo verdaderamente tradicional es el asco autinfligido. Es ya una tradición, en esta parte del planeta, el soñar y hacer la revolución.
Lo cual nos lleva al punto central de estos desvaríos posrevolucionarios. Y es que, siguiendo el paradigma revolucionario mismo, con el sano fin de derrumbar la estructura-tortilla que tan oprimidos nos tiene, en un acto de pura autoconciencia y arrebatadora revolución, cabría darle en la madre a ese pinche hábito de armar la revolución.
Éste sí, pa que vean los que no leen, sería un movimiento anti-tradicional y hasta, sime apuran, contra-tradicional. Sería, igualmente, un movimiento verdaderamente básico y paupérrimo: originado por los jodidos y desde los jodidos. Un movimiento maravillosamente inaudito.
Imaginen a los obreros y campesinos de la inexistente latinoamérica, todos unidos, a tono, en sinfonía, proclamando el fin de la revolución. Apenas se arrima un jóven universitario, divulgando la revolución, empapado de Marx, sudando comunismo del bueno, describiendo el fin de la oligarquía, apenas se acerca el prócer y nuestros jodidos unidos gritan a una:
“Váyase usted a chingar a su madre y métase a su Marx por el culo. Ya son muchas las veces que nos han venido a joder con el mismo cuento. Que si en el futuro todo será mejor. Pero que primero hay que entrarle a los puños. Prometen muchos regalos, pero al final todo sigue igual. Sólo que ahora hay que chambear con una pinche paliza en la espalda de tanta revolución.”
El prócer en potencia sale de escena con la cola entre las patas y el orgullo por los suelos. Indignado por la falta de sensibilidad de los jodidos, adjudicando el rechazo a su ignorancia, habrá de volver para educarlos, para mostrarles el camino verdadero, la idea misma de la revolución. Y los jodidos habrán de mantenerse firmes y unidos.
Sólo así se logra la revolución.