Sentado una vez más. Decidí terminar el día a eso de las siete. De vuelta en casa a la media hora. No hace mucho frío pero la tormenta se acerca. Lo sé.
A veces tengo ganas de detener este barco. Ganas de bajarme y pisar un soporte fuera de toda tierra y todo mar. Ganas de mirar lo que ha sucedido. Ganas de entender. Y sé que no puedo. No sé si podré.
El lunes pasado entregué mi evidencia. Dos textos que pretenden mostrar mi capacidad como filósofo. Mis posibilidades como doctor. Mis alcances. Como casi todos, el logro es nimio y gigante, variando la perspectiva. Hace tres años era gigante, hace seis meses también. Hace un mes se volvió más humano. Para el domingo previo a la entrega el logro era minúsculo. El día de la entrega desapareció. Se volvió una más de esas cosas que puedo hacer y que, por ende, carecen de valor.
Sabía que esto me iba a pasar. Por eso organicé una fiesta con mis compañeros de generación. Pero las cosas se complican. La fiesta misma perdió sentido. La cita era a las ocho, salí de casa a las siete para tener tiempo de comprar alcohol. La caminata fue eterna. Salí de casa sin frío, llegué a la vinatería con lluvia, cruce el campus con granizo y llegué a la fiesta nevando. Para cuando había llegado ya todo era inútil. No sabía por qué seguía caminando, por qué estaba en Ann Arbor, por qué carajos me había ido de casa, por qué había dejado a mis padres, a mi hermana, a mis amigos. ¿Para cruzar las temporadas de un solo paso? ¿Dejar a mis padres, mi hermana, por toda esta mierda blanca?
Quise largarme de Ann Arbor desde el momento en que entré al lugar de la reunión. El anfitrión nos corrió a las dos horas. A diferencia del resto, él aún no hacía su entrega. Aún no se cagaba. El regreso a casa fue desastroso. Nunca había rabiado más en mi vida. Regresé furioso y ebrio. No recuerdo haberlo estado tanto, nunca. Siento como si viviera por encima de una rabia incontrolable que, de alguna manera, subsiste en un nivel al que sólo accedo con las drogas. Me doy lástima. Pero sobre todo, muy por encima de todo, me doy vergüenza. ¿Cómo pude ser tan mierda, tan débil, tan banal? ¿Cómo ser tan idiota para perder la más básica lista de prioridades?
De nada sirve tanto texto. De nada tanto alcance, tanta habilidad, tantos datos, saberes. Tantos poderes. De nada sin los que, fuera de mí, los disfrutaban. Sin esos que se desviven por aplaudir, tanto espectáculo no es más que fruslería y este invierno una insoportable tortura. ¡No puedo más porque no quiero más!
Este vendaval me ha dejado postrado. Sentado sobre los restos de mi hogar, con Catalina al lado, veo cómo va arrasando con todo lo demás.