Que nadie se lleve a engaño. Los libros no se escriben a mano, ni a ojo. Algunos se encuentran a oído, pero todos, o casi todos, se llevan a pie. Leer no sirve para escribir, sólo para escuchar y, en ocasiones, tampoco. Uno creería, por lo tanto, que desde la instauración del imperio de las supuestas letras mexicanas en Coyoacán, alias la Fundación Paz, alias la casa de Octavio, un sinnúmero de copistas proletarios habrían de establecerse en los terruños del señor feudal. Pero no fue así.
Que nadie se lleve a engaño. No se puede caminar en Coyoacán. Quien decidió mantener el empedrado, seguramente algún otro señor feudal, aseguró que nadie escribiría en Coyoacán. Coyoacán no se camina, sólo se mira a sí misma, como cuentan de las putas en escaparates del primer mundo, sólo se vende a sí misma, se sacia en sí misma. Pero no se escribe, no se lee, no se piensa. Y todo esto, porque no se puede caminar en Coyoacán. Cuando no un árbol es la mierda de un perro, vaga reminiscencia de las grandes mierdas de los otrora paseantes de Coyoacán, esos grandes caballos de la historia que se encargaban, como ahora sus homónimos mecánicos, de que nadie camine en Coyoacán, o la premura de un centauro en hora pico, la que le impide que uno escriba en Coyoacán.
Que nadie se lleve a engaño. Nadie camina en Coyoacán. Todos caminan en París con Rambó, en la India, donde se confunde a monos con lingüistas, o en Niú Llork, donde toman al Bronks por Lepanto. Coyoacán se hizo para sentarse. Como las grandes letras mexicanas, que en gran número son guías de viajero, para quien quiera conocer el mundo exterior sin dejar su cómoda silla mecedora en Coyoacán.
Que nadie se lleve a engaño. Los libros no se escriben a mano. No se puede caminar en Coyoacán. Sólo en el llano. Que un arrebato de cordura nos haga confesarlo. No hay muchas letras mexicanas. Tampoco tiene porque haberlas. Pero no poca virtud hay en poner sus apellidos a los nombres.