Hoy he pensado un poco en la aceptación completa. Es decir, he pensado en la extraña conducta que resulta de apreciar todo lo que uno hace. Incluyendo, por supuesto, el bolo alimenticio, los jugos gástricos y el excremento. Y es que, pocas veces nos detenemos a observar los trozos cilíndricos de mierda que dejamos flotar a nuestro paso por los escusados. Todos, sin embargo, sentimos la necesidad de asegurarnos de la calidad de la obra. La mirada inspectora, sin embargo, es fugaz y escondida. Como si temiera verse a sí misma observando con placer los resultados de su persona. Que triste rechazo.
Pero, por fortuna, no todos portamos el mismo estandarte autófobo. Se tiene por sabido que hay quienes han logrado cultivar bellamente el arte de la aceptación total. Nosotros, los enemigos de sí mismos, solemos justificar nuestras penas agraviando a los avanzados, esos maestros de la aceptación completa. ‘Sucio’ y ‘enfermo’ son palabras que suelen venir a cuento, cuando no ‘cerdo’, en plena actitud de vilipendio, se trata de ‘escatófilos’ o ‘escatólogos’, palabras que se emplean en relación con la duración temporal de la observación del producto y o con la calidad del intercambio entre creador y obra. Hay maestros capaces de pasar decenas de minutos frente a la obra, como si se tratara de un dibujo escheriano difícil de encuadrar. Los hay también quienes son capaces de intervenir el arte y participan manualmente de la obra, permitiéndose así un compromiso total con la máxima expresión de vida.
Creo yo que no hay razón de alarma. Habría que eliminar la carga patológica que dichas palabras suelen tener. Los maestros de la aceptación completa no son psicópatas ni cerdos. A lo sumo pecan de Narcisismo. Pero éste es un mal que a todos aqueja. Y cabe señalar que el narcisismo de quien se acepta plenamente es mucho más genuino, más ‘de raíz’ (o de víscera, si se prefiere) que aquel que comparte el común de los mortales. Mientras unos (los enfermos) se dan a la tarea de aceptar las consecuencias necesarias y naturales que su propia existencia conlleva, los otros (los sanos) en realidad se dedican al rechazo de su ser mediante la idolatría de una imagen que tienen de sí mismos y que poco corresponde con su realidad.
Nada más real que la propia mierda que a uno le sigue día con día. Dicen algunos budistas que el camino hacia el nirvana comienza con la aceptación completa. El excremento propio es la puerta de entrada. Quien logra cultivarse en la apreciación estética y la relación amorosa con su propia mierda está a un paso de amar al excremento ajeno. Este segundo paso es una muestra de la asunción humana. Pues seguro es que aquél para quien no hay nada más bello que un pedazo de mierda ha logrado la difícil tarea de la eliminación del yo y la consecuente identidad universal.
Comencemos, pues, por el escusado.
Sunday, July 22, 2007
Wednesday, July 04, 2007
No se puede caminar en Coyoacán
Que nadie se lleve a engaño. Los libros no se escriben a mano, ni a ojo. Algunos se encuentran a oído, pero todos, o casi todos, se llevan a pie. Leer no sirve para escribir, sólo para escuchar y, en ocasiones, tampoco. Uno creería, por lo tanto, que desde la instauración del imperio de las supuestas letras mexicanas en Coyoacán, alias la Fundación Paz, alias la casa de Octavio, un sinnúmero de copistas proletarios habrían de establecerse en los terruños del señor feudal. Pero no fue así.
Que nadie se lleve a engaño. No se puede caminar en Coyoacán. Quien decidió mantener el empedrado, seguramente algún otro señor feudal, aseguró que nadie escribiría en Coyoacán. Coyoacán no se camina, sólo se mira a sí misma, como cuentan de las putas en escaparates del primer mundo, sólo se vende a sí misma, se sacia en sí misma. Pero no se escribe, no se lee, no se piensa. Y todo esto, porque no se puede caminar en Coyoacán. Cuando no un árbol es la mierda de un perro, vaga reminiscencia de las grandes mierdas de los otrora paseantes de Coyoacán, esos grandes caballos de la historia que se encargaban, como ahora sus homónimos mecánicos, de que nadie camine en Coyoacán, o la premura de un centauro en hora pico, la que le impide que uno escriba en Coyoacán.
Que nadie se lleve a engaño. Nadie camina en Coyoacán. Todos caminan en París con Rambó, en la India, donde se confunde a monos con lingüistas, o en Niú Llork, donde toman al Bronks por Lepanto. Coyoacán se hizo para sentarse. Como las grandes letras mexicanas, que en gran número son guías de viajero, para quien quiera conocer el mundo exterior sin dejar su cómoda silla mecedora en Coyoacán.
Que nadie se lleve a engaño. Los libros no se escriben a mano. No se puede caminar en Coyoacán. Sólo en el llano. Que un arrebato de cordura nos haga confesarlo. No hay muchas letras mexicanas. Tampoco tiene porque haberlas. Pero no poca virtud hay en poner sus apellidos a los nombres.
Que nadie se lleve a engaño. No se puede caminar en Coyoacán. Quien decidió mantener el empedrado, seguramente algún otro señor feudal, aseguró que nadie escribiría en Coyoacán. Coyoacán no se camina, sólo se mira a sí misma, como cuentan de las putas en escaparates del primer mundo, sólo se vende a sí misma, se sacia en sí misma. Pero no se escribe, no se lee, no se piensa. Y todo esto, porque no se puede caminar en Coyoacán. Cuando no un árbol es la mierda de un perro, vaga reminiscencia de las grandes mierdas de los otrora paseantes de Coyoacán, esos grandes caballos de la historia que se encargaban, como ahora sus homónimos mecánicos, de que nadie camine en Coyoacán, o la premura de un centauro en hora pico, la que le impide que uno escriba en Coyoacán.
Que nadie se lleve a engaño. Nadie camina en Coyoacán. Todos caminan en París con Rambó, en la India, donde se confunde a monos con lingüistas, o en Niú Llork, donde toman al Bronks por Lepanto. Coyoacán se hizo para sentarse. Como las grandes letras mexicanas, que en gran número son guías de viajero, para quien quiera conocer el mundo exterior sin dejar su cómoda silla mecedora en Coyoacán.
Que nadie se lleve a engaño. Los libros no se escriben a mano. No se puede caminar en Coyoacán. Sólo en el llano. Que un arrebato de cordura nos haga confesarlo. No hay muchas letras mexicanas. Tampoco tiene porque haberlas. Pero no poca virtud hay en poner sus apellidos a los nombres.
Tuesday, July 03, 2007
Innocent Perversity
I have claimed that religion finds its natural origin within the experience of death and because of the strength/dependence that human individuals find in their social relationships. I argued specifically that love relations, such as those found between parents and offspring, or among siblings, play an important role. They are too strong for the individual to face the absence of the beloved one. Hence the imaginary creation of an afterlife, a different dimension where the love ‘allegedly’ lurks.
I now think that this move not only comes with the ‘innocence’ prize, but also with a ‘perversity’ one. To believe that there is an afterlife, when there is no evidence whatsoever supporting it, is not only innocent (or stupid) but also perverse. The sheer idea that there is some such thing is meant to justify the mortal events. The general pattern of explanation (e.g., ‘they died because you had to live’, or ‘they died because DOG said so’) is intended to give us reasons to calmly accept that the beloved ones are no longer alive.
Now, the problem is this: in so doing we are ipso facto accepting that whatever accounts for the tragic events is SUFFICIENT for the tragic events to happen. In other words, to accept this account is to accept that, say, the afterlife, the spirits, or DOG’s will, is good enough for, say, your entire family to die in a car accident. That is human perversity in its wildest form. I cannot imagine anything justifying many tragic events. I cannot imagine any afterlife (no matter how beautiful and nice) outscoring the pain and suffering of an innocent kid that dies after the radiation caused by the Hiroshima bomb.
The very idea that any future (or past) event in my life will be (or was) good enough to explain why my family had to die in a car accident, seems to me to be even more fundamentally wrong than the thought that claiming the end of the war is good enough to explain why the US Army had to kill a thousands in Hiroshima. I say ‘fundamentally wrong’ because it is not only perverse but also profoundly stupid. Why would anyone in her five senses admit of anything as worthy as the life of her entire family?
I see only two explanations of such a way of think. Either one is comfortably sitting in someone else’s story, without questioning, without thinking, without feeling. Or one’s family was not really a family but a perverse group of non-loving criminals. Since my family was perhaps the best I could think of, and I still cannot find anesthetics for such a grief, I simply don’t buy that way of thinking. I’d rather accept the crude, meaningless, reality of death, than be stupid, innocent, and (worst of all) perverse enough to think that the dead deserved to die.
There is no justification for death. People die because they are (physically, chemically, and biologically) pathetically fragile. And that is all there is to it.
I now think that this move not only comes with the ‘innocence’ prize, but also with a ‘perversity’ one. To believe that there is an afterlife, when there is no evidence whatsoever supporting it, is not only innocent (or stupid) but also perverse. The sheer idea that there is some such thing is meant to justify the mortal events. The general pattern of explanation (e.g., ‘they died because you had to live’, or ‘they died because DOG said so’) is intended to give us reasons to calmly accept that the beloved ones are no longer alive.
Now, the problem is this: in so doing we are ipso facto accepting that whatever accounts for the tragic events is SUFFICIENT for the tragic events to happen. In other words, to accept this account is to accept that, say, the afterlife, the spirits, or DOG’s will, is good enough for, say, your entire family to die in a car accident. That is human perversity in its wildest form. I cannot imagine anything justifying many tragic events. I cannot imagine any afterlife (no matter how beautiful and nice) outscoring the pain and suffering of an innocent kid that dies after the radiation caused by the Hiroshima bomb.
The very idea that any future (or past) event in my life will be (or was) good enough to explain why my family had to die in a car accident, seems to me to be even more fundamentally wrong than the thought that claiming the end of the war is good enough to explain why the US Army had to kill a thousands in Hiroshima. I say ‘fundamentally wrong’ because it is not only perverse but also profoundly stupid. Why would anyone in her five senses admit of anything as worthy as the life of her entire family?
I see only two explanations of such a way of think. Either one is comfortably sitting in someone else’s story, without questioning, without thinking, without feeling. Or one’s family was not really a family but a perverse group of non-loving criminals. Since my family was perhaps the best I could think of, and I still cannot find anesthetics for such a grief, I simply don’t buy that way of thinking. I’d rather accept the crude, meaningless, reality of death, than be stupid, innocent, and (worst of all) perverse enough to think that the dead deserved to die.
There is no justification for death. People die because they are (physically, chemically, and biologically) pathetically fragile. And that is all there is to it.
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