Desde hace tiempo me pregunto qué sentido tiene este afán de dar sentido a las cosas.
En algún momento entre los dieciséis y dieciocho comencé a desmoronar las creencias religiosas que Mamá inculcaba. Todas ellas, en conjunto, me parecen cada vez más estúpidas. Cada vez más días parecen traer consigo cada vez más evidencia. Supongo que por eso Mamá dejó de tenerlas.
Papá nunca tuvo la paciencia. En el fondo, creo, Papá nunca tuvo siquiera las creencias. Nunca lo vi rezar. Nunca lo vi temer. Nunca llorar. Supongo que era difícil creer en tanta tontería cuando, como en su caso, se tiene por padre a una máquina de golpes. Así era el abuelo y nunca supe por qué. Y supongo que Papá tampoco. Supongo que absorví esta nostalgia sempiterna de Papá.
Desde entonces me pregunto qué sentido tiene este afán de dar sentido a las cosas.
Ahora tomo este procesador de emociones, de palabras, para ver a mi hermana en una foto de fondo. Duermo casi siempre con enfado por no hacer algo que no sé bien a bien qué es. Pienso en mi Padre e imagino un futuro distante, sin poder siquiera concebir cómo habré de llegar a él. Pienso en mi Hermana y me lleno de una misantrópica pasión por quemarlo todo. Todo. Mamá me da la fuerza necesaria, sin limitaciones. Para llegar a un futuro quemándolo todo. Todo.
Ellos, sin embargo, no se preguntaban por el sentido de este afán. Quizás por eso les resultaba tan útil. He resuelto, por consiguiente, eliminarme por completo, dejar atrás estas preguntas tan idiotas y vivir con encono la insensatez del afán. ¡Mira que se necesita ser estúpido (o Platónico) para buscarle sentido al sentido!
Seguiré durmiendo con molestia. Porque si un día no es suficiente para una vida, menos será para tres. Cobraré, una a una, las sonrisas de mi hermana y llevaré, paso a paso, los viajes de Papá. El éxito está garantizado siempre que siga Mamá a la cabeza.
Desde entonces ya no me pregunto qué sentido tiene este afán de dar sentido a las cosas. Me sigo preguntando, eso sí, qué tan estúpido puede llegar a ser uno mismo.