Monday, April 24, 2006

Respuesta a Macario (encontrada entre la correspondencia Corsaria)



Estoy sentado frente a la calle, esperando se vaya la angustia. Anoche, mientras trataba de dormir, se armó un gran alboroto y no pararon de pensar hasta que amaneció. Los demás no lo dicen, pero yo bien sé que tampoco a ellos les dejó dormir la gritería de la angustia. Y ahora yo bien quisiera dormir. Por eso me obligué a sentarme aquí frente a la calle, con una tabla en la mano para que cuanta angustia salga a pegar de gritos afuera, la pueda apalcuachar a tablazos. Las angustias por lo general son blancas o de colores ténues, menos en el centro. Las tristezas son oscuras y un tanto apagadas, menos agresivas que las angustias. También mis ojos son oscuros, como las tristezas. Las angustias no sirven de mucho en realidad. Sólo te destruyen y te quitan el sueño. Aunque a veces sirven para trabajar. Las manos corren livianamente por las tareas. Todo parece moverse aceleradamente. Las tristezas por su parte son lentas. A veces me hacen caminar pero casi siempre es sólo para respirar y mantenerme vivo. Son tan lentas las tristezas que mis pulmones no logran robar el poco de viento necesario. Asi que camino, despacio quizás, para forzar el aire hacia mis tristes pulmones que no quieren respirar. Me arrojo lentamente hacia el frente, estrellándome poco a poco contra el mundo. Solo diminutos microscopios logran percibir mis pasos. Tan violenta, tan lenta, que el viento inevitablemente termina por entrar en mis pulmones. Asi son las tristezas. Las angustias son buenas para quitar el sueño. Las tristezas no son para soñar; pero yo las he soñado también, aunque no sean para soñar, y sueñan igual que las angustias. Catalina es la que dice que es malo soñar tristezas. Pero yo igual las sueño, como a las angustias. Ella es la que me tranquiliza cada vez que me tocan las angustias. Aunque no siempre así con las tristezas. Ella no quiere que yo tenga tristezas. Pero, a todo esto, es el mundo quien me hace sentir las cosas. Yo quiero más a Catalina que al mundo. Pero es el mundo quien saca de sus entrañas para que yo sienta y respire, y para que Catalina sonría. Catalina sólo se está ahí, tratando de calmar mis angustias, para mantener un equilibrio entre los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de limpiar y cargar a mí me toca. Por eso lo de las angustias y las tristezas. Luego es el mundo quien nos reparte las emociones. Un montoncito para mi. Un montoncito para Cata. Pero a veces Catalina está ya muy contenta y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Catalina, porque yo siempre tengo hambre y nunca me lleno, ni aun teniendo las emociones de ella. Aunque digan que uno se llena viviendo, yo sé bien que nunca me lleno por más que viva todo lo que me den. Y Catalina también sabe eso… Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mis amigos han oído eso. Yo nunca lo he oído. Yo sólo sé que siempre me sigue la angustia, la tristeza. Cada uno por su lado. Sin confundirse. Catalina a veces me deja andar solo. Y así viene el desastre. Una tras otra se acaban las gracias. Echa a andar la maquinaria. Lentamente vuelve a empezar. No hay más sonrisas. Pensar en las horas consume mis días. “¿Cómo librarme de ellos?” pienso. Pero nada más; nada más. Quisiera de pronto amarrar mis ideas. Como de niño amarraba mis manos la abuela. Estaba en la iglesia y no podía interrupir la misa. Ahora quisiera estar en mi cuerpo y no interrumpir mi vida. Deteniéndola neciamente; un poco aquí, un poco allá. Constantemente. Dicen por ahí que le ando quitando el sabor a las cosas. Si yo fuera cosa no me dejaría ultrajar. Pero creo que es muy tarde. A veces no me encuentro sabor. Algunos dicen que todo esto es ácido. Yo más bien lo encuentro insípido. Pero no sé bien. Lo mejor será preguntar a Catalina. Ella no dice mentiras. Hoy leí a Pitol; con el afán de apalcuachar las angustias y las tristezas. Pitol está de acuerdo conmigo. No es posible saber si esto de la acidez es consecuencia del envejecimiento, o si el envejecimiento es consecuencia de una previa acidez. La acidez puede, como cualquier otra cosa, ser dada. Es decir, adquirida con la fuerza y tozudez necesaria para eliminar su adquisición de la memoria. En mi caso esta constante incapacidad por seguir creyendo en algo es algo dado. O bien surge alguna creencia opositora; o bien se acaban las ganas de creer (i.e. aquello que los esnobs llamamos “duda”). A veces no le tengo tanto miedo al puro tiempo, ese que trae consigo a las angustias y las tristezas. Pero a veces si. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que ya nada tiene sentido, de que da lo mismo la incompleción de la lógica de primer orden que la falta de Valentina en la alacena. A veces pienso que me voy a suicidar, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Catalina y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus ojos y me saca las sonrisas como ella sabe hacerlo y de alguna manera me vuelve a engatuzar en este juego de hacer sentido. Y es que no es al hueco sino al relleno al que le temo. Y es que nos encanta rellenar por rellenar cuando las cosas están muy bien como están. No le temo al tiempo puro ni al puro tiempo. Me gusta darle tiempo al tiempo. Lo que temo es no tener tiempo. Peor aun, temo temer la perdida de tiempo. Temo estar una vez más en esa situación en la que hacer lo que hago es una pérdida y por consiguiente obligarme a creer que me estoy perdiendo. Temo volver a creer en esos temores, a caer en esas paranoias. Por eso mismo he decidido volverme escéptico. Pero mi escepticismo ha requerido refuerzos contra si mismo, porque su blindaje contra el temor al tiempo suele ser internamente corrosivo y de pronto me encuentro con las angustias y las tristezas una vez más. Como si fuera solamente un juego de palabras que va y viene con las mismas frases. Así van y vienen las angustias y las tristezas. Hasta que las apalcuachamos o las dejamos ir por donde vinieron. A veces, como yo ahora, lo mejor es seguir el juego y sacar las tablas para matar a las angustias y espantar a las tristezas. Pero esta estrategia pocas veces resulta efectiva. Sólo hace falta una que otra palabra para regresar con los fantasmas. En general hay que tomarlas como palabras – aunque no como a las palabras, porque a las palabras, aparentemente, las tomamos como algo más – y dejarlas ir por donde sea que hayan venido. Cuando le gusta estar conmigo Catalina dice que las cosas no están tan mal. Saca un espejo y comienza a dibujarme poco a poco. Después de un rato esto resulta insoportable. Es decir, insoportablemente convincente. Algo tiene que haber ahí, aunque sea sólo un reflejo. Entonces la dejo seguir con las historias. Es como si me limpiase por dentro. Cuando no leo a Pitol, o a cualquier otro en mi eterna práctica del arte de la fuga, me dedico a mirar sus dientes. Tiene la sonrisa más severa que haya visto en años. Imperturbable, constante, sólida, adjetivos que tan poco le sirven a muchas otras sonrisas. Sin embargo, esto de tener la cabeza dura y hueca es la gran cosa. O al menos eso dice Rulfo. Porque uno da de topes contra las paredes horas enteras y la cabeza no se ablanda, por el contrario, se hace más dura y más hueca. Y uno da de topes contra elsuelo: priimero despacito, después más recio y aquello suena como tambor. Catalina dice que si tengo un montón de angustias y de tristezas es porque voy a acabar idiota si sigo con mi maña de golpearlo todo hasta sacarle las entrañas. Pero lo que yo quiero es probar su resistencia. Es lo que ella no sabe. Que no me interesa destrozar las historias ni las paredes, sino creer en ellas. ¿Cómo estar realmente convencido de que el piso no se caerá sin golpearlo hasta el cansancio o la caída? La gente parece no tener empacho en hacerlo. En la calle suceden cosas raras. Nunca falta quien esté dispuesto a romperme la cabeza. A la gente le encanta creer sin probar. Será por eso que no tienen ni angustias ni tristezas. Llueven las historias grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar mis teorias. Y aguantar otra vez a que Catalina me amarre la cabeza para no darme de topes con sus historias. Pero también hay que reconocerlo, quebrarse la cabeza tiene algo de placentero. Es como si mi cerebro secretara una sustancia química muy especial; hay algo en ello que me droga y paraliza y no puedo hacer más que seguirme quebrando la cabeza. Por eso prefiero quedarme en casa. Así evito a los peatones que se empeñan en contarme su historia. Que si el mundo es así o que si es asá. Sólo me dan dolor de cabeza. Aquí en mi casa nadie me molesta. A excepción, claro está, de uno que otro perverso encantador de serpientes que se metió a mi casa entre las notas. Pero a esos los exorciso rápidamente, con un tenue y discreto movimiento de mentón que en no pocos lugares del mundo es señal de desprecio e incredulidad. Mi casa está en ese mundo; aunque no sepa muy bien cuál es. Por eso me duele tanto la cabeza. Por eso prefiero quedarme en casa. A veces se me olvidan las creencias y ni cómo regresar. Ahora estoy sentado frente a la calle. Y no ha salido angustia ni tristeza en todo esto que llevo platicando. Si no salen pronto puede ser que me desespere y lleguen más angustias. Eso sería muy triste. Dicen que uno llora cuando está triste. No sé si creer esta historia. Pero, con tanta angustia tampoco podré dormir hoy y eso me hace llorar. Mejor sigo platicando… De lo que más ganas tengo es de tener una historia. Así podría contarla a los siete vientos, como todas las demás personas. De otra manera nunca saldré de mi casa. En cuanto logre apalcuachar las angustias y las tristezas voy a inventarme una historia.