Acá llueve, sopla el viento, hace frío, a ratos calor, vuelve a soplar el viento y sigue lloviendo. Llegamos a Buenos Aires a mitad del invierno. Hace más de un mes comenzó la primavera. Salvo algunos grados más de temperatura, la cosa ha cambiado muy poco. Realmente. Por suerte vivimos en una terraza con dormitorio y sala que nos permite disfrutar la lluvia, el viento y hasta el apesadumbrado sol de Buenos Aires, desde adentro. Ocupamos el último piso de un edificio "cualunque", según dialecto local, desaparecido entre la imponencia y altura de sus vecinos.
Pero igual ocupamos el último piso. Y recién ahora lo entiendo. Esas ganas de ocupar el último piso. Esa engañosa motivación de verlo todo desde arriba, de alcanzar más horizonte, de cubrir la plaza sin salir de casa. Un buen día, pleno de frío y viento, llegó la angustia por el balcón a golpear con fuerza, a trastabillar el corazón, a irrumpir en la tranquila vida de esta terraza con dormitorio. Después de algunas consultas con mi analista externa, y otras tantas con mi analista interna, llegué a la sana conclusión, a estas alturas trivial, de que vivía un episodio más de estrés postraumático. Este último piso hace recordar aquél ático donde supe duramente y por teléfono que lo había perdido todo, que llamaban otros porque ellos no llamarían más. Mi corazón vuelve a agitarse ahora que lo escribo. Recién ahora lo entiendo. Esas ganas de ocupar el último piso y que llegue la llamada correcta, la que nunca llegó. Esas ganas contradictorias de volver a sufrir lo insufrible intentando recuperar lo perdido.
Y así se vive la incomprensible angustia, la taquicardia, el hueco estomacal, hasta que se identifica al responsable, la fibra causante, esas ganas de volver a desgarrarse por la ilusión misma de volver. Soy inocente. Me repito. Y lentamente vuelve el oxígeno, la calma, desde adentro.
Hace unas semanas descubrí la muerte de un gran amigo que supo más bien ser un gran padre. Dicen por ahí que lo visitó un cancer fulminante. Enrique Fierro, rinocerontista y poeta, no está más en su casa de Austin, pensando cómo escribir el poema correcto que cierre la posibilidad misma de la poesía de una vez y para siempre. Lo quise mucho a Enrique. No más de lo que él supo quererme. Lo sé. Lo sabemos. Me duele saberlo. Hace unas semanas confundí mi dolor por su ausencia con una supuesta queja (ególatra, sin duda) por no haber estado ahí los últimos días. Lo quise mucho a Enrique y se lo dije directamente, leyendo su poesía, tocando su corazón, digiriendo su poesía y entregándola de vuelta a sus manos. Sé que lo supo. Por eso estoy tranquilo, porque este dolor también se cura desde adentro.
No hace falta volver a desgarrarse por el mero afán de volver.