El amparo más básico es sin duda el de la familia. Ese grupo
específico de personas relacionadas de forma especialmente compleja,
convertidos en casa, techo, sustento, seguridad, calma, descanso y la
posibilidad misma de conciliar el sueño. Llevo ya unos días pensando en
el papel que juega todo esto en la conducta ordinaria de las personas,
en la seguridad o inseguridad de su andar, en sus decisiones y
expresiones, pero también en su mirada y sus reacciones. Una clara
diferencia se vislumbra entre los amparados y los desamparados. Los
primeros andan. Los segundos planean. Los primeros miran, observan,
respiran, van y vienen con calma. Los segundos piensan, vuelven a
pensar, forman estrategias, se preguntan si a la vuelta de la esquina
habrá un ladrón o un bache. Los primeros forman parte de un conjunto de
personas complejamente relacionadas que, afortunadamente, se ha
convertido en una familia, un techo, un hogar. Los segundos, por muchas
personas que conozcan, viven en el desamparo.
No es
fácil vivir bajo el amparo de una familia. No basta con tener padres y
hermanos. Más trágicamente, tampoco basta con tener hijos. Para
alcanzar el desamparo basta con que esos padres, hermanos e hijos no
guarden las relaciones complejas de privilegio y complicidad necesarias.
Tan importantes son esas relaciones que, alimentadas por
presuposiciones profundamente asentadas, puede sostenerse el amparo
familiar aún ante la ausencia de esos padres, hermanos e hijos.
Por
eso resulta comú encontrar el desamparo en el mundo, esa carga pesada
que llevan los huérfanos reales, los que se desgarran por una falta en
el trabajo, los que ven el universo desmoronarse por un revéz de la
fortuna, los que lloran y sufren amargamente por un giro en los aires
políticos (pequeños y grandes, cercanos e inalcanzables); pero también
los que celebran profusamente un acierto profesional, volviéndolo el
centro de sus vidas y sus días. Los que no tienen una familia que es
hogar, casa, techo y buhardilla desde donde mirar el mundo entero, los
que viven más para fomentar su currícula y menos para disfrutar los
domingos. Esos son los huérfanos reales. Los desamparados.
Tristes
los desamparados. Pobres de aquellos que necesitan conquistar al mundo
para conquistarse a sí mismos. Los que necesitan reconocimiento
constante. Los que buscan reflejar todas las estrellas en su historial,
para contarlas cada noche que vuelve la soledad y el desamparo, para no
sentirse tan solos. Los que necesitan hacer y hacer y hacer para estar
tranquilos, para encontrar un resguardo, algo que sirva de techo y
sustento. Los que necesitan dinero y fama. Los que necesitan amigos,
siempre más amigos. Los que buscan poder y control. Pero también los
sacrificados. Los héroes de historietas interminables de injusticia y
dolor. Los revolucionarios que lloran su abandono. Los genios que
fustigan sus diferencias para volverlas resguardo. Los brillantes que
brillan a costa de la oscuridad vecina. Los gigantes deformes que se
elevan por encima de sus casas, sus parejas, sus hijos. Los
extraordinarios que día con día predican el sacrificio personal para
nutrir a esa vieja insaciable que la historia de la humanidad.
Son
todos, todos ellos, nuestros desamparados. Y lo son no por vivir
siempre en un momento distinto de sus vidas de aquél en el que están. Su
desamparo no consiste en sacrificarlo todo por alcanzar una grandeza
social y efímera que haga las veces de un hogar. Su desamparo consiste
más bien en no entender que lo único importante, el único amparo genuino
y digno, es el de ese grupo de padres, hijos y hermanos y sus
relaciones complejas de privilegio y complicidad. Todo lo demás es
secundario. Por sí mismo no protege, no resguarda y no ayuda a conciliar
el sueño.
Para salir del desamparo muchas veces
tan sólo hace falta notar que uno no está desamparado. Pero eso,
alcanzar ese grado de conciencia ante lo profundamente enterrado, por la
historia y por la tierra misma, no es fácil. Es más fácil,
irónicamente, vivir en el desamparo.