Sunday, January 17, 2016

El Desamparo

El amparo más básico es sin duda el de la familia. Ese grupo específico de personas relacionadas de forma especialmente compleja, convertidos en casa, techo, sustento, seguridad, calma, descanso y la posibilidad misma de conciliar el sueño. Llevo ya unos días pensando en el papel que juega todo esto en la conducta ordinaria de las personas, en la seguridad o inseguridad de su andar, en sus decisiones y expresiones, pero también en su mirada y sus reacciones. Una clara diferencia se vislumbra entre los amparados y los desamparados. Los primeros andan. Los segundos planean. Los primeros miran, observan, respiran, van y vienen con calma. Los segundos piensan, vuelven a pensar, forman estrategias, se preguntan si a la vuelta de la esquina habrá un ladrón o un bache. Los primeros forman parte de un conjunto de personas complejamente relacionadas que, afortunadamente, se ha convertido en una familia, un techo, un hogar. Los segundos, por muchas personas que conozcan, viven en el desamparo.

No es fácil vivir bajo el amparo de una familia. No basta con tener padres y hermanos. Más trágicamente, tampoco basta con tener hijos.  Para alcanzar el desamparo basta con que esos padres, hermanos e hijos no guarden las relaciones complejas de privilegio y complicidad necesarias. Tan importantes son esas relaciones que, alimentadas por presuposiciones profundamente asentadas, puede sostenerse el amparo familiar aún ante la ausencia de esos padres, hermanos e hijos.

Por eso resulta comú encontrar el desamparo en el mundo, esa carga pesada que llevan los huérfanos reales, los que se desgarran por una falta en el trabajo, los que ven el universo desmoronarse por un revéz de la fortuna, los que lloran y sufren amargamente por un giro en los aires políticos (pequeños y grandes, cercanos e inalcanzables); pero también los que celebran profusamente un acierto profesional, volviéndolo el centro de sus vidas y sus días. Los que no tienen una familia que es hogar, casa, techo y buhardilla desde donde mirar el mundo entero, los que viven más para fomentar su currícula y menos para disfrutar los domingos. Esos son los huérfanos reales. Los desamparados.

Tristes los desamparados. Pobres de aquellos que necesitan conquistar al mundo para conquistarse a sí mismos. Los que necesitan reconocimiento constante. Los que buscan reflejar todas las estrellas en su historial, para contarlas cada noche que vuelve la soledad y el desamparo, para no sentirse tan solos. Los que necesitan hacer y hacer y hacer para estar tranquilos, para encontrar un resguardo, algo que sirva de techo y sustento. Los que necesitan dinero y fama. Los que necesitan amigos, siempre más amigos. Los que buscan poder y control. Pero también los sacrificados. Los héroes de historietas interminables de injusticia y dolor. Los revolucionarios que lloran su abandono. Los genios que fustigan sus diferencias para volverlas resguardo. Los brillantes que brillan a costa de la oscuridad vecina. Los gigantes deformes que se elevan por encima de sus casas, sus parejas, sus hijos. Los extraordinarios que día con día predican el sacrificio personal para nutrir a esa vieja insaciable que la historia de la humanidad.

Son todos,  todos ellos, nuestros desamparados. Y lo son no por vivir siempre en un momento distinto de sus vidas de aquél en el que están. Su desamparo no consiste en sacrificarlo todo por alcanzar una grandeza social y efímera que haga las veces de un hogar. Su desamparo consiste más bien en no entender que lo único importante, el único amparo genuino y digno, es el de ese grupo de padres, hijos y hermanos y sus relaciones complejas de privilegio y complicidad. Todo lo demás es secundario. Por sí mismo no protege, no resguarda y no ayuda a conciliar el sueño.

Para salir del desamparo muchas veces tan sólo hace falta notar que uno no está desamparado. Pero eso, alcanzar ese grado de conciencia ante lo profundamente enterrado, por la historia y por la tierra misma, no es fácil. Es más fácil, irónicamente, vivir en el desamparo.