Estos días de elecciones en la Argentina, de dolor parisino que evidencia la hipocresía e insensibilidad por lo no occidental, me hacen pensar en un fenómeno en particular: la relación entre la gran mayoría de los jóvenes y las grandes entidades, enormes, con las que se identifican. La relación lleva un nombre muy sencillo y conocido, pero difícil de entender a profundidad. Lo llamamos, desde hace tiempo, fanatismo.
Hay elementos del fanatismo que son fáciles de identificar. Una persona se hace fanático por una falta interna, personal, que puede ser o no profunda. Hay algo en su persona, en lo que cree del mundo y en lo que cree de sí mismo, pero también en lo que desea, del mundo y de sí mismo, que no le basta para estar bien, para respirar y vivir los días como lo que son, días más, días menos. Esta falta se convierte fácilmente en necesidad, sólo se necesita que alguien más, otro jóven de preferencia, no la tenga o la tenga pero la nutra con algo, una relación, una creencia, un hábito. Esa falta crece con la angustia que genera el verla reflejadad en los demás. Esa falta no duerme, no descansa. Esa falta surge todas las noches, acechando detrás de una habitación simple en donde non hay aplausos, premios, ni glorias, sólo un colchón en dónde dormir cómodamente. Pero no hay colchón ni almohada que basten. Esa falta de ser alguien, algo, en el mundo, para el mundo, es muy grande, es inmensa, es imparable.
Del otro lado del fanatismo hay siempre una máquina ya muy aceitada, una institución que sabe perfectamente de la existencia de esas faltas, de ese vacío personal insaciable. Son máquinas que venden lo invendible por inexistente. Máquinas que ofrecen a los jóvenes la apariencia de lo que les falta, la creencia de ser parte de algo más grande, algo inmenso, algo que no existe, algo perfecto, algo decente y puro, algo histórico, la creencia de ser parte de un movimiento humano masivo que no es una maquinaria de consumo de jóvenes. Esas máquinas esperanzadoras viven de las esperanzas y las faltas a cambio de nada, de la nada misma. Esas máquinas, los partidos políticos, los movimientos revolucionarios, los fanatismos renovadores, Amloismo, Kirchnerismo, Chavismo, Yihadismo, jamás le dan a los jóvenes lo que realmente les falta. Porque a un joven con huecos, a un joven como todo joven pues, lo que le hace falta es darse cuenta de que está equivocado, que no le falta nada en su persona, que tiene todo de su lado, que no está incompleto, que no tiene que ser inmenso ni superior para estar bien, pleno. A un joven, en pocas palabras, lo que le hace falta es reconocerse y aceptarse, para después tener el valor de imponer al mundo eso, que él es eso y nada más... y a quien no le guste, que se aleje.
Estos dos potentes polos, un joven engañado sobre sí mismo y una máquina perfecta generadora de engaños, son la combinación perfecta para generar huracanes sociales. Jóvenes que creen que asesinando al asesinarse alcanzan lo más grande de la historia. Jóvenes que creen que porque les hablan con pasión y cara a cara, realmente los cuidan y protegen. Jóvenes que se nutren del discurso aunque sus vidas sigan sin tener más estructura. Jóvenes que aplauden sin chistar. Jóvenes sabios. Jóvenes, y esto es lo más grave, que ignoran lo profundamente deshumanizante que es la infalibilidad, la arrogancia ipermeable, la certeza absoluta, de unos sobre otros.
Jóvenes que ven las contiendas electorales como partidos de futbol. Jóvenes que ven partidos de futbol como disputas familiares. Jóvenes que ven disputas familiares como una lucha mano a mano contra un animal salvaje que amenaza con convertirlos en el desayuno.
Jóvenes. Mucho habremos avanzado como especie cuando dejemos de abuzar de los jóvenes por inexistentes faltas y necesidad falsas, por ser jóvenes.
Monday, November 23, 2015
Monday, November 16, 2015
El imperio de la autodestrucción
Escribo estas líneas mientras François Hollande, presidente de Francia, se dirige al parlamento francés. El discurso recuerda al del entonces presidente de E.U.A., George Bush, pidiendo poderes especiales para combatir al terrorismo. En aquél entonces, Bush exigía más dinero para el ejército, más poder para controlarlo y reformas legales, como el infame Patriot Act, que extenderían los poderes del estado para espiar a todo aquél (ciudadano o no) que representara algún peligro para la nación.
Hoy, Hollande pide exactamente lo mismo. Más dinero para el ejército y más soldados. Más poder para controlar al ejército, una extensión anticipada del estado de excepción y la reforma de dos artículos constitucionales que le permitan espiar a discreción y, en su caso, retirar la ciudadanía francesa a todo aquél que represente una amenaza.
No encuentro las palabras para expresar la profunda decepción que siento. Es una mezcla de tristeza e incredulidad ante tan épica demostración de estupidez, incomprensión y discapacidad de parte del gobierno francés. No lo digo por el contenido del discurso, ni por las acciones que le seguirán. Tampoco me asombra ni decepciona el saber que esas reformas constitucionales serán usadas para dañar, más que ayudar, a los ciudadanos franceses. Lo digo simplemente porque Francia (y con ella Reino Unido y Europa entera) está demostrando negación y estulticia ante el gran elefante rosa que acaba de pasar frente a sus ojos. No parecen recordar que hace más de diez años se respondió ya de manera idéntica y, peor aún, tampoco parece reconocerse que el ataque reciente al que pretenden dar respuesta es resultado de esa misma política de destrucción aplicada hace ya doce años.
Estados Unidos atacó Iraq para eliminar Al Qaeda. Años después, Al Qaeda murió de inanición ideológica y de luchas intestinas, no de ataques militares norteamericanos. De sus entrañas surgió el Estado Islámico, apoderándose del Irak desmantelado que dejó Bush, alimentándose del vacío de oportunidades y de significado que dejó la invasión de Irak. Hoy día sufre Paris, como han sufrido y siguen sufriendo muchos otros. Nadie parece entender lo obvio, que la reacción destructiva de Bush, y ahora de Hollande, es el mejor alimento para la maquinaria del Estado Islámico.
Mientras los aviones y bombas francesas sigan cayendo sobre Siria, mientras los agentes franceses sigan deteniendo a sus adolescentes sospechosos, mientras el estado francés no compita realmente contra el terrorismo ofreciendo oportunidades de formación, participación y crecimiento a sus jóvenes, el Estado Islámico seguirá vivo y sano. No importa cuántas bombas caigan en Siria, el germen patógeno está en el estado mismo que decide defenderse destruyendo. Esa es justamente la lección que nadie parece entender.
Excepto Scott Atran, por supuesto.
Hoy, Hollande pide exactamente lo mismo. Más dinero para el ejército y más soldados. Más poder para controlar al ejército, una extensión anticipada del estado de excepción y la reforma de dos artículos constitucionales que le permitan espiar a discreción y, en su caso, retirar la ciudadanía francesa a todo aquél que represente una amenaza.
No encuentro las palabras para expresar la profunda decepción que siento. Es una mezcla de tristeza e incredulidad ante tan épica demostración de estupidez, incomprensión y discapacidad de parte del gobierno francés. No lo digo por el contenido del discurso, ni por las acciones que le seguirán. Tampoco me asombra ni decepciona el saber que esas reformas constitucionales serán usadas para dañar, más que ayudar, a los ciudadanos franceses. Lo digo simplemente porque Francia (y con ella Reino Unido y Europa entera) está demostrando negación y estulticia ante el gran elefante rosa que acaba de pasar frente a sus ojos. No parecen recordar que hace más de diez años se respondió ya de manera idéntica y, peor aún, tampoco parece reconocerse que el ataque reciente al que pretenden dar respuesta es resultado de esa misma política de destrucción aplicada hace ya doce años.
Estados Unidos atacó Iraq para eliminar Al Qaeda. Años después, Al Qaeda murió de inanición ideológica y de luchas intestinas, no de ataques militares norteamericanos. De sus entrañas surgió el Estado Islámico, apoderándose del Irak desmantelado que dejó Bush, alimentándose del vacío de oportunidades y de significado que dejó la invasión de Irak. Hoy día sufre Paris, como han sufrido y siguen sufriendo muchos otros. Nadie parece entender lo obvio, que la reacción destructiva de Bush, y ahora de Hollande, es el mejor alimento para la maquinaria del Estado Islámico.
Mientras los aviones y bombas francesas sigan cayendo sobre Siria, mientras los agentes franceses sigan deteniendo a sus adolescentes sospechosos, mientras el estado francés no compita realmente contra el terrorismo ofreciendo oportunidades de formación, participación y crecimiento a sus jóvenes, el Estado Islámico seguirá vivo y sano. No importa cuántas bombas caigan en Siria, el germen patógeno está en el estado mismo que decide defenderse destruyendo. Esa es justamente la lección que nadie parece entender.
Excepto Scott Atran, por supuesto.
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