Desde hace un tiempo leo la columna que escribe una amiga en el diario. Vive en el extranjero y constantemente habla de su experiencia en esos lares. Prácticamente todos sus escritos son críticos, lo cual no llamaba demasiado mi atención. Hablar demasiado bien de otros lugares estando allá pasaría más bien por autoengaño. Lo cierto es que, aún con el tono crítico había un ingrediente que siempre llamaba mi atención y que tardé tiempo en identificar.
Meses después me di cuenta tras pensar en mis propias posturas críticas sobre México y la Argentina. Muy pocas veces me he permitido el extraño ejercicio de aplaudir sobre una ciudad, un país o una sociedad. Los grupos humanos parecen merecer más la crítica que el reconocimiento (habría que pensar esto un poco más después). Pero aún dentro de mis quejas, creo que siempre han sido una forma de autocrítica. Me considero parte del mal y los malhechores. Eso, la identificación con el grupo estudiado y repudiado, era justamente lo que estaba ausente en los textos de mi amiga. Habla siempre de la genete de allá, los que la rodean, los que viven y hacen vivir donde ella vive, los que determinan inevitablemente su propia forma de vida, ellos siempre son aquellos, nunca nosotros.
Claramente ella no se considera parte de ese país extranjero. Eso por sí mismo puede o no ser un problema, pensé, porque depende de las circunstancias personales. Pero, ¿qué pasa cuando se decide vivir en ese lugar sempiternamente extranjero? ¿Acaso se puede subsistir, tener una casa, una familia, una rutina, en un lugar, una sociedad, un barrio del que uno no se considera parte? ¿Realmente tiene sentido, ya no digamos ventajas, vivir rodeado de aquellos, de ustedes, de otros que nunca serán como nosotros?
Algún problema personal o familiar y tiene que haber para que uno se disloque, se des - ubique, tanto como para re-localizarse en coordenadas sabidas pero no reconocidas ni asumidas por uno mismo. No es difícil reconocer ese mismo problema, esa patología de la geografía mental, en tantos otros que parecen estar con nosotros pero no lo están. Todos aquellos que viven, trabajan y habitan aquí mismo pero no dejan de hablar como si estuvieran allá, después de cuarenta años, no sólo por los acentos y las formas, sino por las palabras, porque acá siguen siendo ustedes y allá nosotros.
Triste discurso el de ustedes, los exiliados, que llevan su vida entera acá creyendo estar allá como si nada los hubiese des-ubicado.
Una vez más, no cabe duda que la sanidad mental, la felicidad y la tranquilidad pasan también por la más concreta y simple de las dimensiones: la de estar literalmente bien ubicado en este planeta.