"Creo que tengo un problema con mi hermana."
Dije, al fin, después de seis años, ocho meses y unos cuantos días. La terapeuta me miraba con cara expectante. Le decía cosas triviales. Pero el decirlo era sorpresa.
Si me hubieran preguntado hace siete años, habría dicho que mi relación con Sandra era como la de muchos hermanos. Habría reconocido que en efecto había mucho cariño y respeto y hasta planes implícitos por jubilar a los viejos. Pero hubiera dejado sin mencionar los cientos de tardes que pasábamos solos en casa, los años completos en los que ser niño era mirarla a los ojos y escuchar con atención la manera correcta de hacer las cosas. Habría soslayado, casi por completo, los veranos enteros en casa luchando por conseguir un poco de espacio, un poco de tiempo, para hacer algo que ella no quisiera. Habría olvidado también las clases de álgebra, dibujo, química y biología; los planes secretos por engañar a los adultos; los abrazos fuertes, altos y largos que nunca a nadie he podido enseñar a dar; la mirada cómplice por idéntica; la mirada crítica por distinta; la mirada rotunda por reflejo. la convicción de ser más hermanos que hijos de padres comunes; la confianza absoluta, ciega, visceral; y, por supuesto, también habría olvidado mencionar que quizás algún día podría no estar más.
Si me hubieran preguntado hace tres meses tampoco lo habría reconocido.
"Siento como si hubiera destapado un gran pozo negro."
Dije, como si con ello pudiera despedir la sesión. "De eso se trata", me dijo, sin entender el dolor y el pánico que mis palabras escondían.