La humildad debe ser uno de esos temas tristemente perdidos ante la erosión ordinaria de la estupidez cotidiana. Solemos asumirla como el extremo de un continuo que culmina en la arrogancia. Docilidad, deferencia, servilismo. Apocado, humillado, cobarde, modesto, pobre. Se piensa. Pero nada, nada de esto, es la humildad. Se distingue, sin duda, de la arrogancia, pero también de la certeza y de la ignorancia, de la fuerza y del temor. La humildad nada tiene que hacer como contrario de la pedantería. Pensarlo así es un acto de extrema y arrogante ignorancia.
La humildad no es más que el reconocimiento de uno mismo. Un ser torpe pero capaz, inteligente pero miope, sesgado pero crítico, apasionado y lleno de temor, arrojado y reflexivo. Un ser humano. Podemos, sí, inventar historias. También podemos sufrirlas, perderles el mando. Más aún, podemos cerrar ojos, tapar oídos, bloquear narices y seguir de frente como animal de carga. Ser humilde es reconocer que, además de pensar, también defecamos. A veces más de lo que pensamos. Darse cuenta de lo humano es darse cuenta de la necesidad de ser humilde, la necesidad de no ser dioses, de simple y llanamente respirar, andar, beber y orinar. Ser humilde es darse cuenta de la necesidad de ser un buen animal.
‘Humilde’ del latín ‘humillis’ de ‘humus’ tierra; lo mismo que ‘humano’. Lo mismo que error y fracaso, lo mismo que logro y alcance, lo mismo que todo. Ser humilde es notar la propia oscuridad y brillar por ella. No se trata de no ser arrogante. Se trata de ser humano. Se trata de hacer que los actos sean eventos en el universo, no pasos históricos en el devenir de occidente. Se trata de andar y ya. Simplemente andar. No se trata de temer, ni de servir, ni de callar. Se trata de abrazar lo dicho, lo hecho, lo temido y seguir.
Nada más humilde que decir lo que se piensa y reconocerlo como lo que es: la expresión de una idea de un animal limitado, capaz, torpe, inteligente, conocedor, miope, crítico y sesgado.
De eso se trata: de andar por el mundo, porque no nos queda de otra, y hablar, porque nos acomoda. No se trata de proferir grandes frases y encumbrarlas. Se trata de escupir palabras y reírse de ellas. Porque a todas, a todas, se las lleva el viento, literalmente. Como a los pensamientos se los lleva el hambre, la sed o la obsesión.
Se trata, pues, de dejar de pensar que hay algo por conquistar, una competencia de pensamientos que disputar. De otra manera, la vida se vuelve una lucha para definir, de una buena vez, quién es el humano más idiota de occidente.
Se trata, en fin, de dedicarse a respirar. ¡Y ya!
Tuesday, March 29, 2011
Sunday, March 13, 2011
Entre relatos y ficciones
Hoy vino Moisés a casa. Vino Moisés a contar historias. Sobre la teoría ideal. Sobre el trabajo. Sobre la filosofía. Sobre el dinero. Sobre la epilepsia. Sobre la historia. Las historias. Me contó, y sostuvo vehementemente, que hay (la ha visto) una amplia y clara distinción entre contar y contar. Es decir, entre relatar y hacer ficción. La primera “se cuelga de los hechos mismos sin formar sus personajes.” La segunda “parece más completa, más redonda.” No entendí la historia sobre contar y contar. Pero entre historia y relato sentía pasar el tiempo. El tiempo real. Ese tiempo simple, insípido, sin mayor pretensión. Ese que no se va porque nunca estuvo. Ese que no deja huella ni emoción.
Hoy descubro que hace diez meses llegué a esta ciudad que abandoné hace seis años ya. Me he contado historias. Muchas. Todas con el fin de acomodar mi vida en este sitio. Todas igual que las demás historias que hace años me conté para estar bien allá, acá y donde más fuera. De mis treinta años llevo quizás veintiocho, seguros veinticinco, contándome historias para andar. Historias para caminar. Historias para sonreír, para descansar, para correr, para trabajar. Hace quince aproximadamente me cansé de esas historias. ¿Por qué así? Preguntaba. ¿De dónde ese afán por tomarnos el pelo, contínuamente, sin descanso?
Diez meses aquí. Quince años más tarde. Sigo sentado, solo, escribiendo esta historia recurrente que busco cuando no encuentro otra para correr, para pensar, para dormitar. Y así, entre relato y ficción, descubro lentamente la gran verdad que hay detrás del silencio y la oscuridad: la realidad misma que no exige historias, que pide cancelar toda representación.
Descubro lentamente que la felicidad, de haberla, está ahí. Allá. Lejos. Fuera de toda historia, de todo relato y toda ficción.
“Estoy sentado. En silencio. Tecleo. Escribo. Seña por dedo. Por percusión. Estoy triste. Tal vez lo soy. Me duele verme así. Me molesta.”
No bien empiezo a relatarme, me pierdo. Preso de mi propia imaginación que me obliga a desatenderme para lograr imaginarme a la perfección más ingenua. No bien empiezo a relatarme, dejo de ser lo que soy para comenzar a no ser lo que escribo. Habría que guardar silencio y meramente observar el intercambio molecular que lo rige todo sin excepción. Guardar silencio para dejar de relatar. Dejar de fingir.
Descubro que la felicidad no es una historia, ni todas. Nada de eso. No es una propiedad del relato, ni de la ficción, ni del contar por contar. La felicidad se asoma cuando uno deja sus historias de lado. Nada misterioso hay en ella. Nada más allá del hecho simple, perfecto y contundente de no encontrarse imaginando cosas. El simple hecho de detenerse y ya. Es todo.
Hoy descubrí que dedicamos nuestra vida a nuestras historias. Quizás habría que comenzar a la inversa y dedicar, como es debido, la ficción a la vida y no, como suelo hacer desde hace años, la vida a la ficción. Suelo pervertir el orden y pensar que las historias son sobre la vida. Y la evidencia es rotunda. Hemos hecho de la vida una historia. Un recorte de periódico, una nota publicitaria, la noticia de la tarde. Una historia, dos historia, tres.
Me detengo, pues, a sonreír. Porque aquí nada sucede. Todo se cuenta. Se relata. Habría que guardar silencio para mostrar que uno vuelve para ver que no hay manera de volver jamás.
Comenzar un relato. Continuar una vida por encima de todas. Algún día, espero, alcanzaré el silencio. Para no contar más.
Hoy descubro que hace diez meses llegué a esta ciudad que abandoné hace seis años ya. Me he contado historias. Muchas. Todas con el fin de acomodar mi vida en este sitio. Todas igual que las demás historias que hace años me conté para estar bien allá, acá y donde más fuera. De mis treinta años llevo quizás veintiocho, seguros veinticinco, contándome historias para andar. Historias para caminar. Historias para sonreír, para descansar, para correr, para trabajar. Hace quince aproximadamente me cansé de esas historias. ¿Por qué así? Preguntaba. ¿De dónde ese afán por tomarnos el pelo, contínuamente, sin descanso?
Diez meses aquí. Quince años más tarde. Sigo sentado, solo, escribiendo esta historia recurrente que busco cuando no encuentro otra para correr, para pensar, para dormitar. Y así, entre relato y ficción, descubro lentamente la gran verdad que hay detrás del silencio y la oscuridad: la realidad misma que no exige historias, que pide cancelar toda representación.
Descubro lentamente que la felicidad, de haberla, está ahí. Allá. Lejos. Fuera de toda historia, de todo relato y toda ficción.
“Estoy sentado. En silencio. Tecleo. Escribo. Seña por dedo. Por percusión. Estoy triste. Tal vez lo soy. Me duele verme así. Me molesta.”
No bien empiezo a relatarme, me pierdo. Preso de mi propia imaginación que me obliga a desatenderme para lograr imaginarme a la perfección más ingenua. No bien empiezo a relatarme, dejo de ser lo que soy para comenzar a no ser lo que escribo. Habría que guardar silencio y meramente observar el intercambio molecular que lo rige todo sin excepción. Guardar silencio para dejar de relatar. Dejar de fingir.
Descubro que la felicidad no es una historia, ni todas. Nada de eso. No es una propiedad del relato, ni de la ficción, ni del contar por contar. La felicidad se asoma cuando uno deja sus historias de lado. Nada misterioso hay en ella. Nada más allá del hecho simple, perfecto y contundente de no encontrarse imaginando cosas. El simple hecho de detenerse y ya. Es todo.
Hoy descubrí que dedicamos nuestra vida a nuestras historias. Quizás habría que comenzar a la inversa y dedicar, como es debido, la ficción a la vida y no, como suelo hacer desde hace años, la vida a la ficción. Suelo pervertir el orden y pensar que las historias son sobre la vida. Y la evidencia es rotunda. Hemos hecho de la vida una historia. Un recorte de periódico, una nota publicitaria, la noticia de la tarde. Una historia, dos historia, tres.
Me detengo, pues, a sonreír. Porque aquí nada sucede. Todo se cuenta. Se relata. Habría que guardar silencio para mostrar que uno vuelve para ver que no hay manera de volver jamás.
Comenzar un relato. Continuar una vida por encima de todas. Algún día, espero, alcanzaré el silencio. Para no contar más.
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