Soy muy joven. Lo sé. Estas palabras no me corresponden. Son demasiado pesadas para mí. Entiendo. Por otra parte, ¿qué palabras le corresponden más a uno que las que ordenan, tenuemente quizás, sus emociones? Me siento aquí y ahora en la cafetería de siempre en donde nunca trabajé mientras residí en esta ciudad. Estoy de vuelta. Lo veo en los reflejos de aparadores y amigos, conocidos y desconocidos. Vuelvo después de casi cinco años. Me veo envejecer.
Pero, ¿qué, dentro de todo el huracán de vidas que me han pasado, qué es eso de envejecer? Pido disculpas de antemano. No tengo sino una vaga idea. Una sensación y la profunda certeza de que algo tendrá de cierto.
Envejecer es dejar de jugar contra el tiempo. Es reconocerse distinto. Es olvidar el miedo a perderse a uno mismo. Es cuestión de memoria, de pasado. No de futuro. No hay nada de éste en ello. Es reconocerse en el presente y resistir la tentación de cambiarlo, de volver a algo, una ilusión quizás, que uno fue. Es reconocer en el vecino de arriba el rostro que uno alguna vez persiguió. Es ver el mundo que uno alguna vez habitó. Y no hacer nada por ello. La clave, si alguna, es ésa. No se envejece, uno se estanca, cuando se vuelve a los mismos rostros, las mismas personas, las mismas pasiones, los mismos errores.
Envejecer es ver la felicidad que le formó a uno hace años y dejar ahí, no buscarla, no cambiarla, no pretender ser pare de ella ni volver a ella en forma alguna. Envejecer es dejar al vecino de arriba en su piso. Es no molestar al pasado cuando se vuelve a mostrar con su necia persistencia. Es saberse capaz de encontrar otros mundos en las mismas coordenadas. Es mantenerse fresco en todo instante. Joven a cada presente. Es dejar que el mundo cargue en hombros la propia historia. Es un andar ligero por la cuerda floja. Es mirar a los ojos al pasado y seguir de frente. Envejecer es saber que, de cierta manera, no se puede ya volver.
Estoy aquí, en esta cafetería tan conocida, sintiendo al pasado pasar. Los veo, los oigo, los siento.
¡Quédate ahí pasado! ¡En el piso de arriba! Donde no hagas más daño.
Poco a poco envejezco. Voy comprendiendo que para jugar este juego hay que saber dejar cada cosa en su lugar. Aquél al que, por lo general, todas van a parar siempre que uno las deje libremente andar.
Tuesday, April 20, 2010
Tuesday, April 06, 2010
Yéndome
Hace cinco años me fui de México sin saber lo que hacía. Fui a parar a un pueblo, mal llamado ‘ciudad,’ doscientas veces más pequeño que el Distrito Federal. Ann Arbor. Un pueblo con cuatro meses de verano, uno de otoño, seis de invierno y uno de primavera. Un pueblo dominado por una gran universidad. Un pueblo lleno de tristeza, frustración y dolor. Vacío de sol. Todo esto lo supe con el pasar de los años.
Hoy me encuentro a mi mismo pretendiendo inútilmente empacar todo lo mío. Llevarme lo pertinente. Olvidando lo irrelevante. Me encuentro revisando el pasado guardado en una caja de cartón de hace cinco años. No quiero. Puedo. No logro. Empacar.
Estos cinco años han hecho demasiado en mi persona. Escribo en LaTex, no Word. Bebo stout y amber, no lager. Tengo una sustancial colección de chamarras de invierno, no de camisetas, tenis, o relojes de pulsera. No tengo auto. Camino o pedaleo de casa al trabajo. Y viceversa. He dejado el apriorismo por una historia menos fácil. La filosofía por un cuento más complejo.
Estos cinco años han dejado huella. Perdí a mis padres. Perdí a mi hermana. Perdí mi hogar. Perdí mi ciudad. Perdí la capacidad de sonreír sin culpa. Perdí la paciencia. Perdí.
Pero también, también, adquirí muchas cosas. Valor. Coraje. Un completo rechazo a la autoridad. Un radical disgusto a los fanatismos. Un escozor casi natural ante todo lo antinatural. Una fuente furibunda de motivación. Un estilo de vida distinto. Muebles, mesas, televisores, objetos, servicios, deudas, viajes, preguntas, dudas.
Descubrí a Catalina. Descubrí. Catalina.
Entendí que hay algo más que la amistad. Que mis cuatro amigos no son amigos, sino más.
Escucho otra música. Soy un adicto a la música. No logro pensar sin caminar. Bebo un litro de café al día. El gimnasio consume lo adquirido fusionándolo con lo perdido.
Me encuentro sentado contra el porche. De espaldas a él. La calle que me niego a ver sigue ahí. Escribo desde el piso. Observo el universo entero en que se han convertido estos años. Sobre el piso todo. Cuadernos, libros, artículos, cajas. Muñecas. Fotos.
Veo cómo lentamente me voy yendo.
Hace cinco años me fui de México sin saber lo que hacía. En unos días más me iré de Ann Arbor sin saber lo que hago. Antes sabía, si quiera, hacia dónde me dirigía. Ahora. Ahora me preocupa creer que lo sé. No hay tal cosa. Uno nunca sabe a dónde va.
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