Y qué pasa cuando se sufre esta desazón lingüística, esta tristeza por las relaciones lógicas, esta añoranza por un paraíso comprensible que jamás ha existido. ¿Qué pasa? Cuando de pronto ya no se puede seguir discutiendo porque todo resulta ser una absoluta mentira, a lo sumo un autoengaño, un intento más por creer en dogmas, por ejercitar la fe, cuando ya se ha perdido. Y es que, cuando se pierde esa fanática inocencia, esa tranquila actitud de aceptación abierta, sólo puede recuperarse con una mueca en la cara y unas gotas de ironía en la barriga. Porque, eso sí, no hay desconfiado sin barriga, no hay duda sin inmovilidad aparente, sin gasto de energía, sin consumo sobrado - que no excesivo. Y ahora uno se calma, los golpes de pecho dejan de caer, las preocupaciones se dejan para un antes más que un después. Y ya no preocupan las comas, los puntos, los acentos, las íes y sus caprichos, ya no importante decir lo que se siente porque ya no se sabe sentir, ya no se siente el saber; cuando no hay piso que sostenga o impulse, tampoco hay posibilidad de golpearse al caer. Y qué pasa cuando esto, todo esto, más que suceder deja de hacerlo. Pasa que escribimos, que dejamos de obligarnos a pensar para tan sólo escupir las tonterías que pasan por la cabeza, pasa que uno comienza, ahora sí con toda libertad, con todo derecho, a pensar. Pasa entonces que las letras ya no duelen, tan sólo pasan, son lo que pasa. Como una forma, dice Ida, de organizar el tumulto interior. Y por más que buscáramos reproducir el desorden, representarlo en otras caras, inevitablemente traicionará su origen. Porque hasta la escritura tumultuosa tendrá su orden, porque en eso mismo consite el engaño, en pretender encajar lo mental en lo físico, el mundo en el lenguaje. Porque no tenemos permitidio más mundo que el lenguaje y el lenguaje no es mundo. Porque fuimos adiestrados bajo la primer gran mentira: la del significado. Porque nos gusta creer que las palabras son algo más que eso, sólo palabras, sólo manchas, sólo nada. Porque vivimos soñando un mundo que nunca tuvimos, del cual resulta estúpido siquiera llorarlo. Porque no nos fue robado algo que nunca tuvimos, más aún, algo que nunca existió.
Porque el lenguaje mismo consiste en no ser lo que es, porque él mismo es su propia negación, porque su propia identidad es imposible, porque esta hecho para ser lo que no es. Por eso mismo, la tristeza conceptual es la más asustancial y por ello la más real. Porque no existe. Por eso estoy tan tranquilo y me dedico a hacer esta nada tan entretenida. Por eso escribo.