Por múltiples razones, la Ciudad de México es un lugar peculiar. Su altitud, densidad poblacional, latitud tropical, ubicación continental y política, su hegemonía centrípeta multívoca (economía, ‘cultura’, educación, investigación, etc.), son parte del día a día. Pero hay algo más, quizás algo que no sea sino la causa, el resultado natural de todo lo anterior, que la vuelven peculiar. La Ciudad de México presenta uno de los casos más notables de una patología social terriblemente humana: la normalización de lo irracional.
No hace falta mucho entrenamiento para percibir los males. Hay más vehículos personales de los que pueden circular. Sin embargo, los hechos van más allá de lo posible: todos circulan. Esto, no obstante, no es lo notable. Lo notable surge al reconocer que todos o, al menos, una gran mayoría de los conductores tienen alternativas. No es necesario, ni política, ni física, ni metafísicamente, moverse en automóvil por la ciudad. Los conductores, sin embargo, se entregan sin reproche a la tortura urbana: dejar pasar una o dos horas de su día sentado, detrás del volante, esperando llegar a su destino.
Las opciones, de transporte público, hacen de esto algo un tanto insensato. Hay autobuses y trenes que le permiten a uno disfrutar el viaje, volverlo un fin. Es posible leer y escribir cuando no se tiene que conducir. Muchos temen por su seguridad. La Ciudad tiene una solución: taxis de sitio. Sé por experiencia que es más fácil y barato que tener un auto propio y cargarlo a cuestas. Aún así los conductores lo son de cepa: prefieren todos conducir. Tengo conocidos que son la epítome de la irracionalidad: conducen de casa al trabajo, cuando podrían caminar por diez minutos y llegar al trabajo. “Pero es que todos conducen al trabajo. Pero es que es inseguro por las noches”. Pero es que hay servicios seguros de transporte. Pero es que todo esto es tan absurdo. Pero… todos lo hacen, lo hacemos y así lo normalizamos. A nadie sorprende desperdiciar la vida tras el volante. A nadie.
Y así, siguen las normalizaciones de esta ciudad. Resulta normal encontrar contenedores de basura con etiquetas distintivas ‘orgánico’ ‘inorgánico’ y contenidos idénticos. Al fin y al cabo, todo es basura. Todos lo hacen. Es lo normal.
Como normal es sentir que la vida se acaba, que nada tiene sentido, porque uno no puede escribir un texto. Lo sentimos todos, en nuestro grupo, en nuestra casa, con los amigos. De manera que es normal. Preocuparse materialmente por las letras. Todo es normal.
Y qué hay de la normalidad política, cultural, económica. Es normal que una institución sostenida por los más esté sólo al alcance de los menos. Es normal que dirigir una oficina sea la meta principal de nuestras vidas. Es normal que conseguir un lugar en el vagón de tren, aunque sea de pie, sea la lucha principal de cada día. Es normal que uno deba violentar a todo mundo para poder salir en la estación deseada. Es normal que un ensalada de frutas cueste quince pesos en el metro y sesenta en el comedor ‘estudiantil’. Es normal que la vida misma deba detenerse para estar al tanto de la visita del inspector de la compañía de luz. Es normal que el gasto de energía se haga en ‘estimados’ que varían de cien a diez mil pesos. Es normal que uno pueda esquivar la contingencia ambiental comprando un auto nuevo. Es normal que ante la escasez radical del agua un edificio de nueve departamentos pague treinta pesos bimestrales por el consumo de agua.
Y así y así… todo es normal. Que asesinen gente todos los días, que la lucha contra las drogas genera más consumo y más muertos, que las campañas electorales sean más onerosas que la educación básica, que los maestros pasen tantos días en marcha como en el salón de clases…
Que uno pierda perspectiva por completo, que lo irracional aparezca día a día, que una vida sensata se haya escapado por siempre de nuestras manos.
Porque eso se vive en esta gran ciudad. La locura misma a flor de piel. Tan cerca que no se ve.