Un jueves de 1954, escribió Gombrowicz en su diario:
"Pensemos de dónde nos viene ese veneno de la infamia con que nos nutre la discusión. La emprendemos creyendo que nos debe clarificar quién tiene la razón y cuál es la verdad, por lo tanto, primo, definimos el tema; secundo, determinamos los conceptos; tertio, cuidamos la exactitud de la expresión y, quarto, de la lógica del razonamiento. Después de lo cual se produce una torre de Babel, una confusión de conceptos, un caos de palabras, y la verdad se ahoga entre la verborrea. Pero, ¿por cuánto tiempo vamos a conservar esa ingenuidad de maestro, heredada del siglo pasado, según la cual es posible organizar una discusión? ¿Es que necesitamos aún más verborrea en este mundo enfermo de discusión para comprender que la vanilocuencia no es ningún puente que conduce hasta la verdad?"
Hace tiempo lo leí y hace menos tiempo lo olvidé. Gombrowicz dice mucho, siempre. Puede uno dejarse llevar por la pasión de sus palabras, como él mismo sugiere, o detenerse a pensarlas, como él mismo rechaza. Hágase lo que se quiera. Lo que ahora se quiere, aquí, por mi, es detenerse.
Cualquier discusión suele caer en las trampas de Gombrowicz, no importa quién ni cómo la "organice". Lo mismo da si hacemos física, economía, política, cultura o filosofía, historia, literatura, o mera plática de sobremesa, siempre lo que se busca es defenderse. ¿Por qué? Tal vez nunca sabremos por qué. Hay un sinfin de razones, todas igualmente válidas. Porque discutir es poner en duda lo que somos, ante lo cual cabe defendernos. Porque discutir es poner a prueba nuestra historia, ante lo cual cabe ignorar los ataques y fortalecer las murallas. Porque discutir nunca, casi nunca, es dudar, realmente dudar, lo que se cree, sino confirmar eso mismo.
Pero no hay que llevarse a engaño, el problema no es el discutir. Eso mismo es discutir, defender, fortalecer, encerrar. El problema precisamente, como señala el propio Gombrowicz, es dejarse engañar y creer que discutir sirve para algo más que la apología propia. Discutir no sirve siquiera par entender, mucho menos para algo tan megalómano como "encontrar la verdad".
Discutir, al igual que escribir, es algo que se hace a solas, frente a otros. Un acto que en los hechos es inconsistente y así mismo logra ser aquello tan especial que es. Discutir es sacar a relucir lo que se es. Una suerte de expulsión de uno mismo, sin duda algo semejante a defecar, librarse de uno mismo, limpiarse de uno mismo. Por eso es llega a ser tan apasionado. Lo mismo escribir: una forma de soltar, expulsar, deyectar, liberar, separar, rechazar. Y lo que queda, después de escribir, de discutir, de instituir, es lo que uno sigue siendo y será. Otra cosa, sin duda, muy disctinta a lo que discutió, escribió y expulsó.
Desde acá se la verdad se antoja ficción, la discusión necesidad y la comprensión un acto de heroismo. Olvidadno los primeros y buscando el último, para entender lo que hay que hacer no es discutir, ni siquiera leer, lo que hay que hacer es escuchar. Para escuchar, siguiendo la lógica de Gombrowicz, habrá que suspender la vanilocuencia, el discurso interno, la historia personal y dejarse llevar completamente por lo que el viento trae, por lo que se escucha, lo que se ve, lo que está escrito. Todo, por supuesto, sin pensar que tuvo algún propósito, que alguien lo dijo o lo escribió.
Parece, entonces, que para entender hay que escuchar sin discutir. ¿Será?