Somos una sarta de azotados. Nos duelen todo tipo de cosas. Desde los genocidios hasta las despedidas. Y no es precisamente porque distribuyamos el dolor en correspondencia con la relevancia objetiva de lo dolido, sino, más bien, en correspondencia con la relevancia personal: osea que siempre, cualquier cosa, es la que más duele, más destruye, más quema.
Nos preocupan y acongojan todo tipo de cosas. Hoy es la libertad humana, mañana puede ser una frustración, pasado mañana una quesadilla y el fin de semana una mirada mal puesta. No hacen falta pretextos para fustigarnos.
Y así vamos por el mundo, llorando nuestras tragedias en cada esquina, sin mucha consistencia entre unas y otras.
Pero no sólo hay quejas, también hay deificaciones. Aquí sí parece haber más consistencia: sólo aplaudimos lo grande, lo que nos sobrepasa, lo que está por encima de uno y, preferentemente, de todos. Glorificamos la ciencia, la arquitectura, la política, la historia, la bondad humana, la felicidad... Nunca, curiosamente, se nos ocurre glorificar ese particular taco de lengua que disfrutamos el día anterior. La vida ordinaria no parece resultarnos suficiente para vivirla.
Me niego a vivir así.
Déjenme una bicicleta y su tiempo y les regalo el mundo entero. Déjenme pedalear la vida y se pueden quedar con el resto. La familia, la arquitectura, la ciencia, la amistad, la sociedad, el éxito, el fracaso, la revolución, la imposición y lo que falte, se los dejo todo a cambio.