Friday, November 18, 2005

Tipo de cambio


Los cambios de parecer son sigilosos, ocultos, vergonzosos; para muchos, casi incestuosos. Ocurren sin percatarnos y casi siempre provocan un sentimiento de malestar que no sabemos dónde situar. Por supuesto, nadie negaría por esto que pasarse al otro lado del río sea un hecho infrecuente. Sin embargo -se admite- esto pocas veces ocurre con conciencia. Reconocer que ha sido la opinión de ésta u otra persona la que nos ha llevado a movernos de nuestro suelo fijo hacia otro quizás más atractivo pero mucho menos seguro resulta uno de los acontecimientos más raros en nuestro andar cotidiano. No obstante, a pesar de la vanidad, la antigua costumbre de intercambiar ideas ha logrado colarse con éxito hasta nuestros días. El problema ha residido, quizás, en descifrar en qué consiste dicho éxito.

Si se cree que el fin de ofrecer buenos argumentos es lograr que el adversario muestre signos de reflexión y más aún haga una mueca que implique un pensamiento como el de "bueno, quizás tengas razón, creo que me has convencido...", si uno espera este tipo de respuesta, ya puede sentarse tranquilamente a esperar. Pocas veces se han encontrado tan claros signos de sensatez en las personas. Sin embargo, esto no quiere decir que el diálogo o, en algunos casos, nuestros buenos argumentos, hayan sido inútiles.

A veces ignoramos que, por rápidas que sean puedan ser las réplicas dentro del calor de la discusión, el verdadero rumiar de las ideas es un proceso que toma mucho más tiempo. Aunque espontáneos, generalmente cada argumento, cada respuesta, tienen su historia: han sido coartados con paciencia y digeridos cuidadosamente tras la reflexión. Forman parte de nuestra personalidad más honda; son nuestro nicho, nuestra familia, nuestro hogar.

Así pues, la verdadera discusión nunca se gana in situ. Hay victoria cuando hemos logrado infiltrarnos en el silencio del nocturno cuarto de nuestro testarudo contrincante, que se ha quedado sorprendido por habérsele ocurrido tan brillante idea (la nuestra) y ha quedado entusiasmado por al fin (él mismo, con sus propias manos) haber descubierto dónde se hallaba su error.

No esperes nada más que oír, de lejos, la voz de tu adversario defendiendo con fervor aquella postura que tú mismo trataste alguna vez -aparentemente, sin ningún éxito- de inculcarle.